Ha muerto uno de los más grandes poetas chilenos del siglo XX, Efraín Barquero. Uno de mis poetas más entrañables. Y digo “mi”, porque hay escritores con los que uno establece un vínculo interior parecido a la amistad o el amor. Uno conversa con ellos, uno escucha su voz dentro de uno, resonando en las capas más profundas de nuestro ser, desnudado pero también cubierto por esos versos, contenido y cuidado. Porque la poesía cuida y cura. Y particularmente la de Barquero, tan íntimamente ligada a la naturaleza como lugar de encuentro, epifanía y redención.
A los 16 años me encontré, al azar, con un libro con un título muy sencillo, “El pan del hombre”, un título que remitía a ese vínculo fundamental entre el ser humano y el alimento, un vínculo que Barquero sacralizó, como casi todos los vínculos: el del hijo con el padre, con la madre, el del hombre con su “compañera”, el de los comensales con la mesa donde se reúnen a comer, el del fogón con la memoria. Yo era un niño urbano, con poco vínculo con el mundo rural chileno, de donde Barquero venía: leer sus versos despertó en mí una poderosa nostalgia del origen, del origen perdido. Sus poemas eran como salmodias de un rito del que yo me sentía inesperadamente parte: “como partir el pan y reunirlo/ se continúan los años de nosotros/ y la memoria que tenemos de los muertos/ se nos convierte en gozo blanco”. Son los primeros versos de “El pan del hombre” y se repiten solos dentro de mí como un “mantram”, como una forma de resistencia contra el desarraigo, un desarraigo del territorio, la provincia, la tierra. Todo un mundo cotidiano y sagrado devastado por un “desarrollo” sin alma, que ha sometido el ritmo de la tierra y de los hombres a un “pensar calculante”, frío, impersonal, un mundo de abstracciones, donde nos olvidamos de cómo hacer el pan y cómo abrazarnos y encontrarnos en una simple mirada y un gesto. El mundo de la “obsolescencia programada”, donde hasta el ser humano va a ser reemplazado por máquinas o “inteligencias” artificiales.
La poesía de Barquero, en cambio, es la manifestación más pura del “pensar meditativo”, ese que se detiene junto a las cosas y los otros, para mirarlos de verdad, no como números, sino como presencias vivas: “si amé la poesía fue porque creí en ustedes/ porque quise hacer de lo disperso una sola unidad”, dijo Barquero. La vida es revelada en sus versos como una gran unidad, en que el ser humano y las cosas y los elementos se encuentran y se desencuentran, desaparecen y regresan. No es el individuo de Parra, solo en un soliloquio que termina en el absurdo, sino el hombre ligado a los otros en una gran comunidad que reúne al ser humano con sus antepasados, sus prójimos y las cosas (el pan, el fogón, la mesa) que también están tan vivas como él. En un tiempo donde lo artificial y artificioso brillan más que lo genuino y natural, leer a Barquero es recibir una bocanada de aire puro de un mundo primordial del que nos hemos alejado, pagando un alto costo personal y colectivo: “que otros se dejen arrebatar por las cosas hechizas/ yo pienso en el trabajo hecho por el buen utensilio/ de mango suavizado por el amor más durable”.
Lo visité hace un año (o más) en su departamento en Santiago, y lo sentí como un “insiliado” en la ciudad. Ahí me contó que se despertaba todos los días, en la madrugada, para “esperar” la llegada del poema. Me conmovió la gratuidad de esa espera, y tuve la sensación de que, así como en el medioevo se pensaba que la oración de los monjes salvaba al mundo, mientras haya un poeta que le arranque versos al silencio, nada está perdido. Dijo Barquero: “marchamos hacia el caos, porque el hombre ha roto un orden fundamental, ha quemado todas sus naves, y debe regresar”. ¡Cómo resuenan hoy esas palabras (dichas en 1970) y cuán fundamentales son los poetas para darle un sentido a esta crisis! Para no olvidar que también “poéticamente” (y no solo económica y políticamente) habita el hombre sobre la tierra…