Si yo fuera candidato a presidente de la ANFP lo primero que haría sería tratar de convencer a las autoridades que no hay desahogo, entretención ni pasatiempo más apasionante que el fútbol para olvidar las penas, los problemas, el hambre, la falta de confianza y la ira. Y que en ese marco, podrá no ser una industria esencial, pero si complementaria para elevar las tasas de optimismo, cooperación y solidaridad en medio de tanta catástrofe.
Pararía en seco a los que de seguro saltarán para decir que es el opio del pueblo, el escapismo, la manta que cubrirá todos los problemas, porque el fútbol, aquí y en cualquier latitud, siempre será un bien complementario y opcional.
Recordaría que aquel fue el predicamento de las barras bravas, de los clubes, del Sifup, de las autoridades y de más de un ferviente opositor al sistema cuando el fútbol fue la única actividad que entró en hibernación durante el estallido social. Con el pretexto de que “las condiciones no estaban dadas para jugar”, ¿se acuerda? Y, pondría énfasis, ese es un error que no podríamos volver a cometer.
Si yo fuera candidato recorrería —antes de las elecciones— las oficinas de distintos ministerios, para solicitar protocolos, medidas de seguridad, salvaguardas para que los clubes pudieran iniciar sus entrenamientos en condiciones especiales, lejos de las ciudades, protegidos y protegiendo, dando una señal poderosa de la responsabilidad de la industria y la seriedad de sus procedimientos; además, claro, de ayudar a la inmensa infraestructura hotelera que está ociosa. Y les pediría que extremaran los controles y revisiones, porque mis trabajadores son importantes, y requieren de cuidados.
Si yo fuera candidato aprovecharía todos los micrófonos, y los púlpitos, y las cámaras. Hablaría donde pudiera y cuando me lo permitieran para garantizar que habrá cambios profundos, total transparencia, que lo fundamental —como lo dijo un ministro de Salud tratando de controlar una crisis— es obtener la confianza de la gente cuando se ha perdido. Ya no solo de los votantes, sino de aquellos que se llaman hinchas y que van a garantizar la supervivencia de las instituciones. Que comprarán figuras de cartón mientras dure la crisis, que se abonarán para ver los partidos cuando no se pueda entrar al estadio. Y que, obvio, van a querer volver a levantar las banderas cuando todo esto pase.
Les hablaría a mis socios, a los auspiciadores, a los proveedores. Les diría a mis pares que la batalla grande no es en la sala estrecha, oscura y secreta donde la asamblea discute sus beneficios, sino allá afuera, donde están perdiendo por goleada. Fijaría mis propios límites, con generosidad e inteligencia, tal como se hicieron las grandes modificaciones en el pasado. Les hablaría a los parlamentarios para que revisáramos la ley y al Gobierno, no para pedirle plata para nuevos estadios, sino para decirle que quieren ser ejemplo de una industria moderna y responsable, como las grandes ligas europeas, que estuvieron listas para volver en el momento necesario.
Si yo fuera candidato me haría pasar por un líder. Entusiasta y optimista. Aunque fuera para disimular un poco.