No existe crítica de arquitectura o diseño urbano en Chile hoy, una carencia que se prolonga ya por varias décadas. No me refiero al comentario que aparece en publicaciones especializadas, dirigidas a un lector experto, sino a la columna periódica en medios de difusión masiva, como sí hay en otras latitudes. Las razones son más o menos evidentes: en Chile, el mundo de las finanzas, de los medios y de la política es un pequeño círculo íntimamente imbricado, de manera que es improbable encontrar un espacio autónomo como para criticar una obra construida y todos los intereses que representa. Y es que la crítica de arquitectura y urbanismo tiene una función política inevitable, por la trascendencia, la magnitud, los recursos involucrados, el marco de acción temporal y especialmente por la significación y representación de la obra. Observemos nuestro entorno con perspectiva histórica: descubriremos que el “estilo” de un edificio o trozo de ciudad es indisoluble de su momento político y económico, por ejemplo, y de las manifestaciones culturales que configuran el espíritu de la época.
El crítico es un historiador en tiempo presente. Si el objeto de la crítica es la obra, el sujeto (arquitectos, diseñadores urbanos, desarrolladores inmobiliarios, administradores públicos y legisladores) está vivo y puede, a diferencia de los protagonistas del pasado, reaccionar sobre la marcha. El rol del crítico es poner a la vista las posibilidades de un proceso y compararlas con su contexto histórico y disciplinar; comprobar que los propósitos anunciados han sido cumplidos, y no solo los de la obra en sí misma, sino de sus efectos en el individuo y en la sociedad, y recíprocamente, el efecto que los acontecimientos sociales, económicos y culturales pueden tener sobre los procesos de la arquitectura y el diseño urbano. Por supuesto que el crítico también proyecta su propia visión idealizada del mundo, sus aspiraciones éticas y estéticas –su marco teórico–, y evalúa los fenómenos y la evolución de la disciplina dentro de ese marco.
Paradojalmente, todos los campos de la crítica están perdiendo influencia pública en la era de las comunicaciones digitales, el diluvio de las palabras. Parece ser el fin de la hegemonía del crítico profesional e incluso la del periodista, amenazada su disciplina por el “periodismo abierto”, popular o interactivo, que en realidad busca, bajo la excusa de una proximidad, la aprobación garantizada del lector. El riesgo es que en esta era de espectáculo voyerista y culto a la celebridad, en que incluso las imágenes de arquitectura que se publican están intervenidas y alteradas de la realidad, y en que el arquitecto es una personalidad del mundo del vaudeville, el texto crítico se convierta en un espectáculo por sí mismo.