La pérdida de Marlene Ahrens es la mayor y más sentida del deporte chileno en mucho tiempo. No solo por las medallas olímpicas, panamericanas y sudamericanas cosechadas —lo que ya sería más que suficiente— sino porque marcó un camino imposible de olvidar al momento de su partida.
Marlene, a diferencia de Anita Lizana, no debió marcharse para saltar el enorme foso que limita la práctica deportiva para las mujeres en Chile. Fue una especialista extraordinaria en la jabalina, pero además incursionó en el tenis y la equitación con éxito, en una carrera que se prolongó por décadas. Debió sortear, como casi toda su generación, los prejuicios y dificultades que exigía la competencia, que solía (suele) imponer condiciones difíciles de asimilar para el género. La preparación, la musculación, los viajes, los sacrificios, las ausencias, los estudios suelen tener un costo mayor cuando se trata de una mujer, la mayor parte de las veces por razones culturales, educacionales o de costumbres que han sido difíciles de erradicar. Basta conocer las dificultades en los colegios fiscales para impartir la educación física para comprender que tampoco en este plano se juega en una cancha pareja.
Cuando se dice que Marlene ha sido la única mujer en Chile en ganar una medalla olímpica estamos haciendo un gran elogio personal, pero al mismo tiempo una gran crítica social. No hemos sido capaces de poner a nuestras deportistas —ni individual ni colectivamente— en condición de competir adecuadamente. No es casualidad que Kristel Kobrich, Bárbara Riveros, Natalia Duco, Christiane Endler y tantas otras con reales opciones de estar en la élite deban radicarse en el extranjero para desarrollar todas sus capacidades.
Marlene no solo rompió el círculo en años en que era aún más complicado, sino que fue capaz de desafiar el acoso, el maltrato y la hipocrecía directiva de su época. Sabiendo que la denuncia era un camino áspero y que sus eventuales denuncias serían juzgadas por hombres en un sistema patriarcal, decidió retirarse cuando entendió que se estrellaría en vano, pero tuvo la valentía de convertirse en dirigente, ya madura, para intentar cambiar la proporcionalidad de la representación de género en el COCh, una institución que jamás ha sido presidida por una mujer y que entrega cifras sorprendentes cuando se revisa quién detenta el poder: ocho hombres en un directorio de once y de las 54 federaciones hay apenas tres dirigidas por mujeres (judo, karate y surf).
La pandemia ha querido que debamos despedirla casi en silencio, sin el multitudinario adiós que se aporte exigía. No serán levantadas las banderas en el ámbito que más importaba: su contribución innegable a romper una sistema que, por años, permaneció cerrado para las mujeres en el país. Marlene ganó la inmortalidad por lanzar lejos, muy lejos, un dardo doloroso y filudo, que, como cruel paradoja, ni siquiera era nuestro, sino prestado. El gran homenaje debe quedar postergado y no olvidado, porque su aporte fue importante, pero la tarea aún está pendiente.