Sé que pocos siguen comprando películas en soporte físico, pero los desafío a que busquen en internet una copia nueva en DVD o
blu-ray de “Lo que el viento se llevó”.
No la encontrarán.
Y no es porque Warner Home Video —la compañía que posee los derechos del filme en formato casero— las haya sacado del mercado tras la enorme polémica desatada hace unos días por HBOMax, al retirar temporalmente el filme de su catálogo en
streaming. Aquí pasó al revés: los consumidores corrieron a comprar la película en las tiendas; compraron y compraron hasta que el disco se agotó, hasta convertir a “Lo que el viento se llevó” en un superventas, otra vez, a más de 80 años de su estreno en salas.
A ratos, me pregunto si los conatos de censura y supresión de circulación de materiales artísticos no funcionan precisamente al revés de lo que los denunciantes quieren. En vez de desviar las luces sobre el objeto en cuestión, solo consiguen dirigirlas de forma aún más intensa hacia este. A lo mejor, ese es precisamente el objetivo. Utilizar la obra como insumo de una disputa cultural hasta agotar su valor de uso, o hasta que el artefacto mismo se convierta en objeto de obsesión para quienes (con o sin razón) insisten en defenderlo hasta las últimas consecuencias.
Varias de las películas censuradas durante la dictadura por el tristemente célebre Consejo de Calificación Cinematográfica corrieron ese destino: quedamos condenados por años a ver “El último tango en París”, “El imperio de los sentidos”, “La vida de Brian”, “Missing” o “La última tentación de Cristo”, en infames versiones pirateadas grabadas en casetes de VHS con imagen temblorosa y desteñida, pero que así y todo circulaban a fines de los años 80 como pan caliente entre cinéfilos desesperados por saber cuánto había de prohibido en esas imágenes que habían inflamado a los censores. Cuando la cinta se acababa y comenzaba a rebobinarse en el equipo, la conclusión era —casi siempre— la misma: “¿Y eso era todo?”. En cierto modo, lo compulsivo de la experiencia, el esfuerzo desplegado en conseguir esas copias y en hacerlas correr de mano en mano, se volvía más protagónico que la película en sí y, en retrospectiva, la devaluaba. Tuvo que pasar más de una década para que el filme de Scorsese se exhibiera en el país (en el Cine Arte Alameda y vía DVD), apreciado en su justa medida —como una película y no como un objeto puesto fuera de alcance por terceros—, e incluso así, el estigma de esa lejana y fútil censura todavía la persigue.
Acaso lo que más ha impactado en el caso de HBO y “Lo que el viento se llevó” es que este acto de revisión fue ejecutado a nivel corporativo. Warner, poniéndose el parche antes de la herida y anunciando algo que hace años ya había hecho con los cortos animados de Looney Tunes: antes de retornarla al streaming, sumará una advertencia al inicio de la obra que la situará en su contexto histórico y social. ¿Es necesario recordarle a la audiencia moderna acerca del racismo manifiesto y latente en la Norteamérica de 1940? Yo diría que sí. Al menos, es preferible ante una alternativa harto más bárbara: hacer como que la película no existe. Borrarla del mapa, tal y como ha hecho Disney con “La canción del sur” (1946), un musical basado en los cuentos del tío Remus, que combina de forma muy efectiva actores y dibujos animados, y que circuló por décadas sin que nadie cuestionara seriamente su romantizado retrato del sur esclavista. Recién en 1984 la empresa retiró de circulación el filme en Estados Unidos (aunque continuó editándolo en otros países hasta el 2000). ¿Resultado? La cinta hoy es un fetiche: todos los objetos relacionados con la producción se transan a un alto valor en el mercado de coleccionistas, incluyendo por cierto viejas copias de la película. Al interior de la compañía, en tanto, insisten en que jamás será reeditada; menos ahora, en estos días de streaming. Mala cosa: en su intento de olvidar, de esfumar la obra, solo han fortalecido su culto.