“La libertad de expresión tiene sus límites y estos límites comienzan cuando se propaga el odio, comienzan cuando se viola la dignidad de las personas. Esta Cámara debe oponerse al discurso extremista; de lo contrario, nuestra sociedad no volverá a ser la sociedad libre que era”, dijo la Canciller alemana, Angela Merkel, el año 2019 ante el Parlamento. Sus palabras resuenan fuertemente en estas latitudes: ni la dramática crisis sanitaria en curso, que debiera alentar la concordia y los acuerdos, ha logrado contener una epidemia de intolerancia aguda que viene propagándose desde hace bastante tiempo en el país. Es mucho más que una simple “infodemia”, como la han llamado algunos.
Veamos los síntomas más severos de esta enfermedad letal para la convivencia: se banalizan formas de comunicación degradatorias (como las que imperan en las redes sociales), se lincha y se demoniza a los adversarios, se denuesta al que ose pensar distinto. Asistimos al terrible espectáculo de la desmesura y la ostentación del odio, que convierten el espacio público en la fosa de un circo romano. Lo que más sorprende es que este estilo de comunicación cavernaria contamine algunos medios intelectuales, que debieran dar el ejemplo de lo que significa discutir y discrepar con altura de miras.
¿Es tan nueva esta epidemia de la intolerancia o es un rebrote de algo mucho más atávico? Jorge Millas, filósofo chileno, la sufrió en carne propia, en un tiempo polarizado (los setenta). Es conocida su intervención en el Cuarto Encuentro de escritores en la Universidad de Concepción, en enero de 1962. En medio de una euforia utopista entonces exultante, se atrevió a hacer lo que llamó una “improvisación discordante” en la que alertó sobre los peligros de liberarse de una forma de esclavitud y envilecimiento (el capitalismo) para entregarse a ciegas a otra forma de esclavitud y envilecimiento (la del totalitarismo de izquierda). Por supuesto, lo que siguió a esa intervención heterodoxa no fue una respuesta argumentativa, sino una “capotera” de energúmenos retóricos y vociferantes. Su compañero y amigo Nicanor Parra también fue víctima de una “funa” de sus pares. El haber aceptado una invitación a tomar té con la mujer de Nixon le significó caer en desgracia por largos años ante sus jueces, los dueños de la verdad y la moral de la época, entre los cuales estaba el presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, que le envió una carta llena de insultos. Enrique Lihn tampoco se salvó de los embates de los comisarios de turno, que no le perdonaron su crítica al régimen cubano por el caso Padilla. Muchos de ellos lo juzgaron luego injusta y arteramente por haberse quedado en Chile después del 73.
Millas, Lihn, Parra son hoy grandes referentes éticos e intelectuales del siglo XX, por su libertad interior admirable. Son nuestro oxígeno invisible ante la asfixia de nuevas formas de totalitarismo mental y digital. Hoy vuelven a resucitar los inquisidores, pero nos faltan más intelectuales libres que les hagan frente: ¿muchos de ellos están tal vez inhibidos ante el matonaje de sus pares? ¿No es ese uno de los primeros signos del peligro enunciado por Angela Merkel?
Los denostadores en estos lares suelen ser muy retóricos, pero pobres en argumentación, no como Parra o Millas, en los que la inteligencia fina y precisa superaba la verborrea agresiva y vacía. Millas hizo el diagnóstico: “hay que defenderse de esa incapacidad a veces tan nacional para desnudar la raíz de las cosas y comprenderlas antes de cubrirlas con la bruma de los adjetivos con que se descargan nuestros prejuicios y pasiones”. Tal vez sea la hora de salvar al lenguaje de esa verborrea odiosa y al espacio público de la intolerancia: la epidemia del odio y el resentimiento ha contaminado a muchos, y el único antídoto contra ella son el coraje y la lucidez reflexiva de los intelectuales y poetas libres, antes de que sea demasiado tarde.