Sonaron campanas de alerta. La pretensión —en sí misma quizás de rango local— del parlamento argentino sobre la plataforma continental fue un leve campanazo de alerta; la política exterior es otra viga maestra de nuestra existencia. Le siguió el debate por el cierre de embajadas, quizás producto de la tamaña crisis fiscal que se nos viene encima, que una parte de la política nacional no quiere ver. Sí se debe recordar que no se mantienen relaciones con un país solo por ser una economía, sino que también por ser un Estado, elemento que conserva intacto su papel en las relaciones internacionales (si no lo creen, que se dé una mirada escueta al acontecer mundial). Se renueva la pregunta por la “gran estrategia”, o mapa de ruta que deberíamos seguir, la estrategia en un mundo cambiante.
Primero, el mundo siempre está cambiando, pero nunca deja de ser el mismo mundo. Cuidado con caer en el lugar común de “cambio de paradigma”, que se repite desde hace décadas. Segundo, cuando nos aferramos a los “verdaderos intereses permanentes” del país, se tiene el menudo problema de identificarlos y enumerarlos. No hay dos opiniones iguales. Esto no significa que sea arbitrario referirse a ellos, sino que se les debe redefinir constantemente de nuevo, eso sí que solo con cambios de matices. Cualquier realidad internacional ha estado y estará definida por dos realidades, complementarias y antitéticas: la interrelación de las sociedades humanas y la pluralidad de Estados o de estructuras político-sociales, que cruzan la historia humana.
Tercero, que estamos insertos en la realidad latinoamericana y vecinal; ambas son dos caras de la misma moneda y a la vez diferentes. En cuanto civilización, llevamos a cuesta una frustración republicana de 200 años, porque desde un primer momento entre los nuestros y en los europeos se vio que algo fallaba en nuestro ordenamiento político. Sin negar que ha habido mejorías, sigue rengueando. ¿Quién admira a una democracia latinoamericana como modelo? En lo vecinal, tiene sus propios rasgos y legados, con los que hemos de vivir y coexistir, ojalá además interactuar. Lo mismo en la región, si se compara con 100 años atrás, la cooperación entre los países ha avanzado, pero a paso de tortuga, y eso que no hablamos —ojalá que no lo hagamos— de algo parecido al proyecto europeo; nos empantanamos muchísimo antes de alcanzar la situación actual de Bruselas. ¿Entonces, América Latina debería ser nuestra prioridad?
Cierto, pero nuestro acomodo exitoso en la región depende de las otras dos siguientes condiciones. Cuarto, la orientación hacia las regiones creativas del globo, con adaptación y también independencia de criterio en torno a los debates contemporáneos. Aquello entraña la supervivencia briosa de la democracia en las grandes potencias, si es que nos interesan las sociedades abiertas. Quinto, no cabe duda que en el mundo confuciano emergió una fuerza técnica y social de enorme relevancia para nuestro futuro, y no solo en China. Pero es esta última la que exhibe los aprestos de gran potencia y a la vez su único norte político es el nacionalismo antidemocrático; y en nuestras exportaciones dependemos de ella; y de otros grandes experimentos económicos de esa región, con procesos democráticos avanzados (Japón, Corea del Sur), pero si no emana la inspiración de Occidente, es probable que allí también se extenúen.
Una cosa es la “gran estrategia” en términos de procedimientos político-diplomáticos; otra es el norte de nuestros intereses como país, incluyendo valores políticos, desarrollo, seguridad. La Gran Estrategia es la que los conjugaría.