¿Me seguirán leyendo después de que se hayan ido? ¿Seguirán tratando de ir a los matinales? ¿O preferirán regar el antejardín en las mañanas? ¿A qué dedicarán el tiempo libre?
No es mi deseo hacer leña del árbol caído, pero volví a pensar esta semana en los parlamentarios que no podrán repostular en la elección del próximo año. Y deberán irse. Pasarán a ser iguales a todos nosotros. Sin asignaciones extras, sin pasajes liberados, sin asiento reservado en ninguna parte, sin varias líneas de teléfono a disposición.
A algunos de ellos les costará acostumbrarse a la vida de los otros.
Yo voy a extrañar a algunos de los que se van. Extrañaré la agudeza de Pepe Auth y las malas pulgas de Lorenzini. Será raro no ver a Allamand dando vueltas por ahí, ni a Pizarro (con lo que se perderá la dimensión rugbística del Poder Legislativo). Con Matías Walker se irá el último de una larga dinastía de “Walkeres” y eso también provocará alguna nostalgia.
Pero hay otros a los que no echaré tanto de menos. Creo que completé la dosis tolerable de Juan Pablo Letelier y estoy casi cierto de que tuve todo el Guido Girardi que cabe en una vida entera. Me sacaré una mochila con piedras de la espalda cuando vea despedirse a Navarro y me mejorará el humor sin Hugo Gutiérrez. Capaz que hasta me salgan con más chispa las columnas.
Yo sé que son gustos personales y que no tienen por qué compartirlos, pero nunca me gustó el vozarrón de Carlos Bianchi y no encontraba elegante su forma de negociar votos dirimentes con los gobiernos.
Hay otros muchos senadores y diputados que se irán del Congreso —por superar los 12 o 16 años límite— de los cuales nunca en verdad me enteré. Sabía sus nombres e incluso me sonaban sus caras, pero jamás me sorprendieron para bien ni para mal. Pasaron por la vida parlamentaria sin dejar huella de carbono.
Pero volvieron estos pensamientos a mi mente por lo que ha ocurrido en los últimos días en el Parlamento. Yo pensé que la aprobación de la ley que impide la reelección indefinida de autoridades generaría una cierta calma en nuestros legisladores. Supuse que ahora que muchos de ellos no deben buscar la reelección actuarían con menos cálculo, apelando más a la racionalidad y no tanto a la emocionalidad.
O al populismo puro y duro.
Pero me equivoqué. Creo que en las pasadas dos o tres semanas me he enterado de la mayor cantidad de proyectos de corte populista que recuerde. Leyes para no pagar las cuentas de servicios, ni la universidad ni los colegios, ni los créditos; otros para alargar el posnatal hasta no sé cuando, para ir por el dinero de los ricos, para repartir la plata de las AFP, para fijar los precios de las cosas.
Si ya estamos en esto, por qué no tirar más ideas sobre la mesa. Yo fijaría el sueldo mínimo en un millón de pesos, obligaría al Estado a financiar vacaciones en el extranjero a cada familia una vez al año, bajaría la jornada laboral a cuatro horas día por medio, daría gratuidad total a los remedios y los alimentos. Establecería el derecho constitucional al placer, la belleza y la felicidad.
Yo creí que la renovación obligada de la clase política sería higiénica y refrescante. Pero esta semana me entró la duda. Espero —igual que con el coronavirus— que el remedio no sea peor que la enfermedad.