Algunos de los que tenemos la fortuna de poder realizar trabajo a distancia estamos completando trece semanas de cuarentena. Parece más; un año, una vida. Se ha olvidado hasta la nostalgia. Como si hubiésemos entrado en otra era y viéramos la anterior solo a través de Netflix.
Uno pasa por etapas. La primera es la emergencia. Lo inesperado desata naturalmente la curiosidad. Se debe responder rápidamente a múltiples estímulos, y esto demanda trabajo. En lo profesional, de partida. Hay urgencias; hay que desplegar nuevas competencias; hay que mostrarse necesarios para protegerse de la noche negra que se aproxima: el desempleo y la crisis económica. Lo doméstico también exige trabajo. Hacerse cargo de cuestiones que teníamos delegadas o postergadas, como atender y educar a los hijos cuando los hay, y responder al mismo tiempo a la carga laboral. No hay que pasar por alto el trabajo emocional. Mantener el ánimo, para uno mismo y los demás, es siempre es laborioso. Con todo, vernos de bruces ante algo novedoso, que nos obliga a una respuesta express, da foco y genera adrenalina. Aunque no se pueda confesar, tiene algo de fascinante.
La segunda etapa se desata cuando uno ya siente estar relativamente en control de las urgencias personales, familiares y laborales. Brota entonces el llamado a acompañar y a ser solidarios con los más amenazados por la pandemia. Es el momento en que cunden los llamados a los padres, abuelos y amigos distantes, los zoom familiares, el respaldo ardiente a la “primera línea”, el compromiso de ayudar a fundaciones, los twitters impregnados de indignación moral.
Cumplida la etapa de la solidaridad, viene lo que no sé si llamar resignación, acomodo o derechamente aburrimiento. El arrebato altruista se ha agotado. Lo mismo el frenesí del inicio. Ya las noticias, en vez de generar curiosidad, abruman. Lo que se impone es la rutina, la condenada rutina. Y se expande la conciencia de que esto va para largo; que por lo mismo tenemos que construir hábitos que nos permitan darle un sentido al transcurrir del tiempo, y alimenten de paso la ilusión de que tenemos la vida bajo control. Esto abona el terreno para la siguiente etapa.
La cuarta fase es la del optimismo. En ella nos abalanzamos adictivamente a toda señal que alimente la fantasía de que las cosas están mejorando, que se “aplana la curva”, que ya se ve la luz al final del túnel, que ya nos podemos preparar para un pronto retorno a la “normalidad”. Estamos agotados. Necesitamos confirmar que esto no se prolongará indefinidamente, que el panorama se estabiliza, que podemos nuevamente proyectarnos y hacer planes. Es una reacción irreflexiva y a la vez incontrolable.
La naturaleza sin embargo vuelve a rebelarse. Las noticias se vuelven cada día más preocupantes. Entramos así a la quinta etapa: la del bajón. El optimismo se transforma en desengaño, el frenesí en cansancio, la novedad en repetición, la rutina en manía, la disciplina en rito. Otros temas, que ya no dicen relación con la salud, se vuelven apremiantes. Es el caso de la situación económica y la amenaza del desempleo. Urge pensar en el futuro. Más todavía cuando vemos las noticias de que otros países empiezan a retomar algo parecido a la normalidad.
Se deja caer entonces la sexta etapa, cuyos signos en muchos círculos ya comienzan a cundir. El foco ya no es sobrevivir: es adivinar cómo será el futuro. Hay profecías de toda índole, y nos volcamos a ellas como abejas a la miel, deseosos de asegurarnos un espacio en la nave. Pero es otra trampa; una trampa que nos conduce a olvidar algo que el coronavirus debiera dejar grabado en piedra: que al futuro no hay que esperarlo ni imaginarlo porque no existe. Él será lo que queremos que pase y lo que hagamos para que pase. Como enseña el budismo, el futuro es el ahora.