Pese a su brevedad,
El perseguidor de la luz, primera novela de Yuri Soria-Galvarro (Cochabamba, 1968), es un texto multifacético, misceláneo y quizá desmedidamente ambicioso. Desde el punto de vista cronológico, el autor se desplaza a lo largo de tres a cuatro décadas, centradas en el período anterior y posterior a la dictadura militar chilena; con respecto a los actores que participan en la trama, tenemos, por lo menos, un par de docenas que entran de improviso, sin carta de presentación, para quedarse o bien hacerse humo dejándonos en el aire en lo relativo a su participación; en cuanto a los temas, también hay muchos y Soria-Galvarro exhibe una formación cultural seria, profunda y sobre todo, diversificada, que nos interna en asuntos tales como la navegación a vela, la fotografía (de ahí el título del libro), determinada actividad política insurreccional, la comida y sus variedades o la falta de ella, o sea, el hambre y otros tópicos más bien recónditos. Con todo, lo más llamativo de
El perseguidor… es el inmenso, extenso, vastísimo espacio geográfico que abarca: Puerto Montt, Concepción, Santiago, Algarrobo, Puerto Natales y otras localidades chilenas, para, desde allí, saltar a Ciudad del Cabo, Namibia, Barcelona, Capri, Birmania, México, Alemania y hasta…¡Arabia Saudita! Y solo hemos enumerado lugares que, evidentemente, llaman la atención, puesto que son tantos, que resulta fácil perder la brújula en este maremágnum planetario.
Este aspecto, digamos, cosmopolita, juega a favor y en contra de
El perseguidor… Siempre es atractivo viajar por los cuatro puntos cardinales y a nadie puede molestarle aterrizar en Riad, Windhoek en Namibia, o Naipyidó, capital de Birmania. Sin embargo, en una obra que, como lo dijimos, es corta, parece inevitable caer en la tarjeta postal al describir, muy sumariamente, sitios exóticos y fuera del alcance del común de los mortales. Osvaldo, el protagonista, tal vez alter ego de Soria-Galvarro, narra, en primera persona, su excepcional peripecia vital por Chile y el resto del orbe y lo hace en forma sencilla, liviana, a ratos chispeante, a ratos acercándose peligrosamente al lugar común. Su familia está compuesta por Papá, Mamá, Laura, su hermana, y tía Mariela, al parecer de ideas derechistas, puesto que apoyó el golpe de 1973; esto no impide que sea muy generosa, muy abierta, muy tierna.
El perseguidor… sigue la trayectoria de Osvaldo desde niño a la edad madura, cuando, tras incontables episodios, finalmente ha sentado cabeza y se une a la catalana Elena, con quien espera un hijo.
En una intriga tan promiscua, heterogénea, atiborrada, cuesta hallar el o los pasajes principales, en particular debido a que Soria-Galvarro brinca en el tiempo y en el espacio sin cesar. Por más que se trate de borradores, el retrato de la infancia, la playa, Ana Paula, primer amor de Osvaldo, se ve logrado, simpático. En Concepción, junto al chico Zúñiga, el héroe apenas traga bocado y comparte numerosas y picarescas pellejerías, enfrentando el peligro que en aquel tiempo, significaba estar en la oposición. Milita, junto a Tere, su enamorada de entonces y unos cuantos más, en una organización armada que persigue derrocar al gobierno militar. Aquí como en diversos tramos de
El perseguidor… el lenguaje juega malas pasadas al prosista y es frecuente el empleo de la jerga política combativa: la pobla, la repre, el Frente (ya sabemos cuál, si bien Osvaldo es miembro de otro movimiento). Cuando viaja al reino saudita, lo hace en compañía de un yanqui desalmado que, desde luego, es agente de la CIA; esto prueba que es harto caído del catre. O en Barcelona es frecuente el desborde lírico imprevisto. Ya declaramos que Soria-Galvarro muestra preparación, aun cuando durante la travesía en yate a Sudáfrica, al servicio de Clermont, usa palabras náuticas tan raras como spinnaker, mosquetón, carlinga, cirripedios y otras incomprensibles. Algo similar sucede con los fotograbados que se prestan para un vocabulario de especialistas, lo cual es aplicable al héroe, pero no al lector que poca o ninguna idea tiene acerca de este oficio.
El perseguidor… es dicho con todo respeto, un buen paso inicial y debe juzgarse con los parámetros que son aptos para esta clase de relatos. Inevitablemente es problemático, a lo mejor ingenuo, carece de personajes, abundan los meros nombres y ostenta tropiezos. Con todo, Soria-Galvarro construye una historia valiosa, atrayente gracias a su imperfección, desenvuelta por la naturalidad con que está concebida, graciosa casi siempre y claro, novedosa.