El racismo es la cara oscura de los Estados Unidos. Grave anomalía en un país de referencia para la democracia y con experiencia por la más diversa y mayor inmigración del mundo.
Impacta que en irrelevantes formularios norteamericanos se limiten datos personales y, a la vez, se exija distinguir la etnia del solicitante entre hispano-latinos, caucásicos, afroamericanos y otras.
Pocos discuten que Estados Unidos sigue siendo racista. Hasta Robert O'Brien, Consejero de Seguridad Nacional del Presidente Trump, lo reconoce, aunque niega que sea sistemático.
Nuevamente el racismo ha derivado en violencia. Esta vez, ante el asesinato, por la policía, de un afroamericano, desarmado, inmovilizado, que se resistía a ingresar en un vehículo policial.
La condena del crimen policial y de la violencia en las protestas ha sido prácticamente unánime en dirigentes políticos, sociales, de todos los credos y partidos, incluso por los familiares de la víctima.
El Presidente Trump ha sido la nota discordante. Pudo haberse sumado al amplio llamado a la unidad y liderar las reformas para enmendar las causas específicas y subyacentes de la crisis, que se arrastran por siglos. Incluso su competidor, el exvicepresidente Joe Biden, en su trayectoria legislativa no se ha destacado por la defensa de los derechos de las minorías y en algún momento declaró que para contener la violencia había que disparar a los pies y no al cuerpo. Trump pudo traspasar responsabilidades a los alcaldes que controlan a las policías y utilizar su capital de haber sido el mandatario que con el crecimiento económico logró la menor cesantía y mayores oportunidades para las minorías desde que se tenga registro en Estados Unidos.
En cambio, el Presidente agravó la crisis con su lenguaje agresivo y provocaciones, al extremo de atravesar una protesta pacífica en las inmediaciones de la Casa Blanca, obligando a que el Servicio Secreto la disolviera por la fuerza. Además de polarizar, logró aumentar la división, incluso entre sus partidarios. Hasta su ministro de Defensa se manifestó en contra de la amenaza de recurrir al empleo de los militares para controlar la situación. El jefe del Pentágono sostuvo, correctamente, que esa era labor policial, que con el refuerzo de los reservistas de la Guardia Nacional sería suficiente y que el empleo de las fuerzas armadas era un último recurso, innecesario en este momento.
Las encuestas registran que Trump, con su proceder, ha perdido significativamente popularidad, que, si las elecciones presidenciales fueran ahora, sería ampliamente derrotado, tanto en el voto popular como en el electoral.
Habrá todavía que esperar cinco meses para conocer el resultado definitivo de la voluntad popular, que puede cambiar. Determinante podría ser la intensidad y rapidez de la recuperación económica. Datos recientes pueden ser un alivio para Trump, aunque dudosamente suficientes para compensar las consecuencias políticas de sus reiterados abusos.