Esta semana, un grupo de senadores hizo todo lo posible para convertir su cargo en prácticamente vitalicio.
Sí, porque si bien el Senado aprobó que los legisladores perderán el privilegio de elegirse indefinidamente, esto regiría recién a partir de 2037. Y como la esperanza de vida en Chile es de 80 años de edad, los actuales senadores alcanzarán algo así como la “inmortalidad política”.
Es que hice algunos números (si bien no son mi hobby, porque yo soy más de Word que de Excel) y descubrí que, en promedio, los siete senadores que votaron en contra de eliminar la reelección indefinida (Araya, Pizarro, Durana, García-Huidobro, Soria, Van Rysselberghe e Insulza) tendrán 81,85 años de edad en 2037.
Es decir, habrán traspasado la esperanza de vida biológica y también la política. Serán cuasi vitalicios. Uno de ellos, incluso, cumplirá 100 años de edad en 2037.
A los siete que votaron en contra hay que agregar a los que se abstuvieron, a los que se inhabilitaron o “tuvieron problemas de conexión” (que es la excusa más barata que he escuchado de un político desde el célebre “en qué sentido pariente”). Ellos fueron Bianchi, Chahuán, Coloma, Ebensperger, Elizalde, Girardi, Letelier, Muñoz, Navarro, Órdenes, Provoste, Quintana, Quinteros, Von Baer. Algunos se pasarán literalmente la mitad de sus vidas legislando; cuarenta años o más.
Alcanzar la inmortalidad (biológica o política) suena en principio bien. Sobre todo cuando uno vive en medio de una pandemia feroz.
Pero yo creo que la inmortalidad no es gran cosa.
Debe ser porque mi cuento favorito de todos los tiempos es “El Inmortal”, de Borges. Léanlo, cuando tengan tiempo (eso es una ironía, dada la cuarentena). Se trata de un personaje que se vuelve inmortal luego de encontrar y beber del río que concede ese anhelo.
La historia es entretenida, pero lo más potente es la moraleja. El protagonista descubre que la inmortalidad es en verdad una condena. Cuando la existencia es infinita, la vida pierde su sentido. Como la muerte condiciona nuestros actos, la inmortalidad hace que todo sea indiferente. Por eso la ciudad creada por Borges donde vivían los inmortales (se llamaba, simplemente, la Ciudad de los Inmortales) era absurda. Nada tenía sentido, no había comienzo ni fin. Las escaleras no subían ni bajaban. Era todo caos o estaba mal hecho. Y daba lo mismo.
La inmortalidad era una película de terror. No les voy a “spoilear” más el libro. Pero cuando lo lean quizás sentirán que entienden por qué algunos de nuestros legisladores actúan de ciertas maneras.
Ser inmortal es ser inmune. Eso vuelve a sonar bien en el contexto de una pandemia. Y mejor si es inmunidad de rebaño, donde todas las ovejas, las blancas, las negras y las rojas se cuidan entre sí.
Pero menos mal que la inmortalidad no existe, ni para las personas ni los políticos, ni siquiera para los cangrejos (dejaremos esa larga discusión para otra ocasión).
En todo caso, hay algo que no deja de sorprenderme de lo que ocurrió esta semana en el Congreso: senadores de izquierda que se jugaron todo para convertirse en algo muy parecido a un senador vitalicio, cuando hace no tantos años los repudiaban.