Como la filosofía es hoy una disciplina que se practica en las universidades, los filósofos están primariamente preocupados de la universidad porque su disciplina depende del giro que va tomando esa institución. Por cierto, hay una especulación más general sobre la pandemia —no he leído absolutamente nada iluminador—, pero el foco central de sus preocupaciones es la universidad. Y no están equivocados totalmente. La pandemia ha venido a reforzar una tendencia que venía gestándose desde hace años (¿una década o varias décadas?): evitar el contacto directo entre profesor y estudiante. Quizás la última fase, muy próxima, de este fenómeno, fue empujada por las múltiples denuncias de abuso sexual y de abuso de poder, que en Chile vienen cambiando profundamente la forma de concebir y hacer la docencia universitaria en el último quinquenio, una marejada que por Europa y Estados Unidos había pasado hace bastante más tiempo.
El “distanciamiento social” se venía aplicando ya, pues, en los grandes centros del saber. El teletrabajo, para decirlo más directamente, les vino como anillo al dedo a quienes administran las universidades, porque la convivencia entre la comunidad de alumnos y la comunidad de profesores ya estaba dañada y en un estado de máxima tensión. Da la impresión, entonces, de que para el sistema la forma de “hacer” universidad que se está instalando a partir de la pandemia, en cierto modo, resuelve algunos problemas prácticos, aumentando la vigilancia y el control, y, por lo mismo, la tendencia será parcialmente, al menos, a mantener lo máximo posible algunos procedimientos que se ensayaron para esta emergencia. El uso de plataformas virtuales de comunicación para realizar tareas de docencia, investigación, extensión y de gestión administrativa se ha “naturalizado” con sorprendente rapidez. Filósofos importantes, como Giorgio Agamben y Nuccio Ordine, han saltado poniendo el grito en el cielo: la universidad corre el máximo peligro, corre el peligro de dejar de ser lo que es y convertirse en un nombre vacío, porque sin comunidad de alumnos y profesores no hay universidad, y la tecnología que se está empleando ni siquiera crea un simulacro de esa comunidad. El saber que está en juego desde que la universidad se creó implica un intercambio directo, personal y, sobre todo, libre, que reclama la contraposición ardiente y viva de distintos argumentos.
Hay muchas actividades universitarias que parece pudieran seguir siendo realizadas sin grandes alteraciones. ¿Es así? ¿No muere algo cuando una tecnología interfiere de modo tan radical? ¿Acaso podemos mantener una falsa inocencia y pensar que la técnica es neutral? Por cierto, lo que piensan los filósofos aquí no es solo la universidad y las posibilidades de la filosofía y las humanidades en esta “nueva normalidad”, sino la naturaleza misma del pensar y del crear en tiempos de penuria.