Desde el confinamiento, la ciudad puede parecer una gran prisión. Una metrópolis de soledad, enfermedad y hambre; sin la vida ni los atractivos cotidianos. Aislados en nuestros pequeños reinos, se incuban las pulsiones más individualistas y surge el humano deseo de huir. Por ello hay quienes auguran –quizás frotándose las manos– que después de la pandemia se incrementará el uso del automóvil, que la gente buscará vivir en casas con amplios jardines y que la ciudad se seguirá extendiendo. Es una figuración inquietante, porque el urbanismo ya ha huido de la ciudad antes y, en nuestro país, lo ha hecho de la peor manera.
El modelo de ciudad jardín que inventó Ebenezer Howard era, en realidad, un modelo de contención del crecimiento de las ciudades y una estrategia de ocupación del territorio en pequeños poblados autosuficientes, que se relacionaban de forma sustentable con el campo. Raymond Unwin le dibujó una forma arquitectónica a este modelo. Un esquema basado en casas, generoso en verde, pero aun así bastante compacto y con calles amables. El urbanismo norteamericano deformó esta tipología y la usó como una estrategia inmobiliaria. Se llevó la casa y el patio, la dispersó y replicó hasta el infinito a lo largo y ancho del territorio y, luego, la mal irrigó de caminos torcidos. La dependencia del automóvil se hizo patente en la aparición del garaje como un recinto jerárquico del nuevo programa doméstico. Un nuevo ideal de vida aniquiló los barrios y las comunidades, los que fueron reemplazados por las barbacoas en el patio trasero y el consuelo de una gran cocina, pensada para mujeres que no podían tener otro sueño que ser perfectas amas de casa.
Nosotros supimos estropear aún más el sueño americano. Nos llevamos la casa y el patio, pero los cercamos con muros altos y ciegos. Omitimos definitivamente las veredas y agrupamos las viviendas en condominios también cerrados y unidos a la ciudad por una autopista tarifada. Para colmo, lo hicimos sobre los mejores terrenos de cultivo, y en muchos casos, abusando del parcelado agrícola, para tergiversarlo como una urbanización “de agrado”. Un modelo que es la antítesis de una buena ciudad.
La densidad y la compacidad no son sinónimo de una selva de rascacielos con departamentos minúsculos. Podemos llegar a un modelo urbano eficiente, lleno de actividad y también de verde. Pero esto solo es posible si contenemos el éxodo y evitamos que la ciudad se vuelva a derramar sin remedio por el territorio.