Vivimos momentos críticos. En lo sanitario, lo social, lo emocional. Creímos que aquí sería más breve y menos grave, que estábamos mejor preparados, que la íbamos superando, que podíamos pensar ya en el retorno, pero no fue así. Frente a la pandemia fuimos víctimas del mismo triunfalismo que nos condujo al 18-O.
No tiene sentido llorar sobre la leche derramada. Ni decir que lo advertí. Ni salir a la caza de culpables. La energía es un bien escaso. Mejor ocuparla en aprender y corregir.
La soberbia de creer que tenemos todo bajo control nos juega malas pasadas. No se puede predecir la duración y evolución de este tipo de desborde. Y la pretensión de darlos por clausurados, lo hemos visto, es altamente contraproducente.
Desde luego no se puede esperar la solución definitiva. Podría ser demasiado tarde. Pero en lugar de anunciar remedios espectaculares que luego se diluyen o tardan en llegar, es preferible ponerse objetivos modestos y progresivos. La población está dispuesta a tolerar ciertas dosis de desorden, confusión, improvisación y error, siempre y cuando los líderes no se escondan tras una falsa careta de seguridad. Basta ver el ejemplo de Angela Merkel. Compartir la perplejidad, la duda y la incerteza es la forma adulta de generar autoridad.
La población tiene que readaptar conductas y mantenerlas en el tiempo. La distancia social, por ejemplo. Ella es muy difícil en condiciones de hacinamiento y pobreza, y en una sociedad donde los contagios aumentan el día de la madre. Cumplir la norma requiere hacer confianza en quienes nos dirigen. Y aquí tenemos un problema.
La agudización de la pandemia tiene una raíz política que es ocioso soslayar, como lo reconoció hace unos días el ministro Mañalich. La población no confía en el Estado, lo que se acentuó tras el estallido de octubre. Esto no se remedia con más medidas, por pertinentes que sean.
Desde luego no basta con apelar a la unidad. Menos enrostrarla como un dardo dirigido a los oponentes. La unidad no existe en el vacío. Requiere confianza, y esta hay que crearla. Hacerlo es responsabilidad de los liderazgos políticos.
Crear confianza requiere cuidar la comunicación, porque ella fabrica expectativas y precipita fácilmente al desengaño. Cuidar las palabras, porque en tiempos de aislamiento son dardos hirientes. No hacer anuncios hasta no tener resueltos los detalles: en un clima de desconfianza es aquí donde el diablo mete la cola. Soportar la duda, la cavilación, la espera. Concentrarse en el diseño y ejecución de las medidas o programas antes que en ponerles un nombre rimbombante. Evitar las comparaciones y el autobombo, porque son un boomerang. Consultar sin tener de antemano todas las respuestas. Conversar simétricamente, sin ocultar las cartas. Reconocer en los demás el mismo amor por Chile. Admitir la crítica. Que el diálogo no sea un pretexto para la exhibición ni un mecanismo de negociación. En caso de logros, compartir los méritos. Ceder, sobre todo ceder: hacerlo no mina la autoridad, la enaltece.
Como escribe Bruno Latour, quien está en política debe estar dispuesto a devolverse, inclinarse y agacharse cuantas veces sea necesario para alcanzar la unidad. Esto, nada más, es lo que el país les pide en esta hora oscura a sus dirigentes políticos, en especial al jefe de Estado.
Se habla en estos días de un acuerdo nacional. Pero este no puede esperar a la pospandemia. Se requiere ahora para robustecer la legitimidad del Estado. Como dijera Keynes, “a largo plazo todos estaremos muertos”. Las querellas y la dispersión promueven el miedo y el egoísmo, ambos aliados del contagio. Las propuestas del grupo de economistas articulados por el Colegio Médico, así como las nacidas de universidades y entidades de la sociedad civil, ofrecen algo en que creer.