No es difícil explicar la popularidad de Lorenzo Marone (1974): sin ser un gran escritor, construye novelas que apelan al gran público —en concreto a las masas, pues vende como pan caliente—; carece de pretensiones estilísticas; es sencillo, directo, claro, emotivo, fácil de seguir; ignora el temor al lugar común; en suma, complace, por momentos hasta conmueve, sin intranquilizar y para decirlo con todas sus letras, puede ser descaradamente sentimental. En la actualidad, cuando la literatura se mueve en medio de aguas cada vez más inciertas, sobre todo en Italia, resulta estimulante leer a alguien dotado de bastante fluidez prosística, que no se complica la vida al entregar historias accesibles y que nos describe la cotidianidad de personas comunes y corrientes, aunque por eso mismo, pasan a ser extraordinarias, incluso heroicas.
Cuando dejamos de ser niños es su cuarta ficción y como todas las anteriores, transcurre en Nápoles, en barrios muy populares o desposeídos y con gentes que, si no son pobres de solemnidad, apenas andan con lo puesto. El protagonista narrador es Doménico, alias Mimì, un niño de doce años, que usa enormes anteojos poco favorecedores, devora libros como poseso y está obsesionado por los cómics, los superhéroes, los astronautas y toda suerte de individuos fuera de serie, así como practica experimentos de telepatía, telequinesia, hipnotismo o ciencias ocultas. Su padre es portero de un edificio elegante; su madre es una abnegada y diligente dueña de casa; su hermana Beatriz, muy atractiva, es varios años mayor, pasa por la crisis de la adolescencia y los primeros romances, y sus abuelos residen en el mismo minúsculo departamento, donde impera el hacinamiento, pero también una precaria felicidad.
Los amigos de Mimì son Salvatore, alias Sasà, un delincuente menor, y Fabio, con quienes pasa en la calle, intentando explicarles complejos procesos matemáticos y físicos, lo que, por cierto, le cuesta el mote de sabelotodo. En realidad, Mimì se acerca demasiado a ser un genio, ya que domina en latín los nombres de cuanto animal o planta puebla la tierra y, aparte de los monos animados, sus autores son Jack London, Michael Ende, Robert L. Stevenson, Emilio Salgari, Tolkien, J.M. Barrie —se sabe
Peter Pan de memoria— y muchos más; estos factores parecen inexplicables si tenemos en cuenta que el infantil cuentista proviene de un medio donde apenas llegan los diarios, el fútbol reina sin contrapeso, las teleseries son el único alimento espiritual de ese entorno socioeconómico.
Con todo, Mimì sale de allí para trabar amistad con Matthias, un mendigo que es refugiado alemán y cuya sola compañía es el perro Beethoven; con Viola, que se transforma en la pasión de su existencia y en particular con Giancarlo, un joven y valiente periodista que denuncia a la mafia, a la Camorra y al crimen organizado. La relación entre Giancarlo y Mimì es lo más conmovedor de
Cuando dejamos… ya que Giancarlo —que corresponde a Giancarlo Siani, asesinado por la Camorra— le enseña al chico que los valores fundamentales son la decencia, la honestidad, la preocupación por el prójimo, todas cosas lejos de los gestos espectaculares o el gusto por llamar la atención. Viola es harina de otro costal: hermosa, inaccesible, heredera de un piloto de Alitalia, conoce muchos países y ha ido donde ha querido. No obstante, se siente subyugada ante la admiración que le profesa Mimì: ¿quién sale indemne ante tales manifestaciones?
Los hechos de
Cuando dejamos… acontecen en 1985, con frecuentes saltos en el tiempo al presente, mientras Mimì, ya mayor, casado, a cargo de una chiquilla de la misma edad suya en aquella época, revisita Nápoles y simula interesarse en la compra del piso que habitó Viola. Se trata de breves pasajes que interrumpen la acción, con el claro objetivo de decirnos que estamos ya en la era digital, con celulares o computadores impensables hace una generación y en la cual Mimì se mueve como pez en el agua. Además, hace clases en la Universidad de Roma y su esposa —que es la sorpresa del relato— es una talentosa colega suya.
Al arribar a este punto
Cuando dejamos… se convierte en un explícito homenaje a Nápoles, la ciudad nativa de Marone, un centro urbano con una trayectoria milenaria, un lugar de riqueza extrema y pobreza increíble, un enclave de belleza indescriptible y de fealdad insoportable. Así, esta obra, de engañosa simplicidad, deviene un texto original y de genuino encanto.