En la última entrega del Oscar, esa donde “Parasite” ganó todo y “The Irishman”, nada, el director Bong Joon-ho sorprendió a muchos de los presentes homenajeando con su discurso al perdedor de la noche, Martin Scorsese. El enorme aplauso guiado por Bong sirvió para reconocer públicamente —al menos por unos minutos— que el filme de su colega realmente se situaba en un nivel distinto al de sus competidores, una dimensión donde no hay premio ni estatuilla que valga, un plano de existencia donde sus verdaderos compañeros de ruta son los clásicos, nada menos.
Pero, a ver, ¿no estamos apurando un poquito la consagración? Sobre todo considerando que un clásico —en cuanto obra modélica que crea escuela en torno suyo— es algo que no solo se impone al paso del tiempo, a industria, modas, caprichos y flores de un día, sino que necesita de este, para ganar el respeto e influencia que te convierte en parte del canon. A solo ocho meses de su estreno (y por muy candidata que nos parezca), “The Irishman” aún necesita varios cambios de calendario en el cuerpo antes de volverse parte de ese club. Pero ¿cuántos exactamente? ¿Cuánto hay que devolverse en el tiempo para toparnos con los nuevos clásicos del cine? ¿Una, dos décadas? Veamos.
Trazar la línea divisoria en 2010 permite que entren cintas como “There Will Be Blood” (2007), “Zodiac” (2007) o “The Dark Knight” (2008), y deja fuera a un puñado de futuras aspirantes —“The Tree of Life” (2011), “The Master” (2012), “The Grand Budapest Hotel” (2013) “Boyhood” (2014)—, pero francamente el esfuerzo luce demasiado prematuro. La cosa tiene más sentido si hacemos el corte en el 2000: miradas desde la distancia, “Unforgiven” (1992), “Jackie Brown” (1997) y “Ojos bien cerrados” (1999) poseen aspecto y reputación de clásicos, pero a estas alturas lo mismo cabe para “Mulholland Dr.” (2001), la obra maestra de David Lynch. ¿Qué se hace entonces? ¿Se la incluye no más, y de paso nos olvidamos de criterios tan literales?
El problema parece ser de otro orden. Al contrario de lo que ocurre en la literatura, música o las artes plásticas —donde el lapso que una obra tarda en ascender al Olimpo corresponde más o menos al transcurrir cronológico—, los ritmos de la imagen móvil están definitivamente descolgados del reloj e influidos en extremo por los medios y la tecnología; de modo que si un libro, un concierto o un óleo de 1920 todavía pueden resultarnos relativamente modernos y desafiantes, una película de hace cien años (en blanco y negro, muda, filmada a 16 cuadros por segundo) corre el serio riesgo de ser confundida con un objeto arqueológico. Situados enfrente de ella, precisamos de algo más que contexto y significado para apreciarla a fondo: en la mayoría de los casos, necesitaremos ajustar nuestra percepción, nuestro modo de mirar; sintonizarlo a una frecuencia similar a la de la era en que estas películas fueron creadas, con tal de que no se nos escape su sentido. Bajo esa óptica, un verdadero clásico del cine sería algo que escapa sin esfuerzo a esa mecánica; un animal que comba las décadas —que las estira y las comprime a voluntad—, que nos interpela en el aquí y el ahora, releyendo el pasado en términos de presente y viceversa. El hecho de que toda la experiencia pueda observarse en una pantalla, que esa gente de un tiempo ido o de anteayer se materialice otra vez vía luz y sonido, acentúa lo hipnótico del proceso y la idea del cine, y de los clásicos del cine, como perfectas máquinas del tiempo.
A principios de semana se cumplieron veinte años del estreno de “Yi Yi”, del taiwanés Edward Yang, en el Festival de Cannes. Tal como ocurrió con “The Irishman”, la crítica de esos días reconoció en el acto su condición de obra formidable, pero los años transcurridos han hecho de ella un “clásico”: si en el papel la cinta no es más que el íntimo retrato de una familia de Taipei, a lo largo de todo un año, verla hoy equivale a habitar a la vez en su tiempo y en el nuestro. Ver esas personas, ser esas personas.