Ha debido pasar un millón de años, desde la domesticación de la hoguera prehistórica hasta que el lugar de la cocina llegara a ser, en términos arquitectónicos, una habitación en igualdad de condiciones que los demás espacios representativos de la vivienda. En efecto, recién la revolución industrial, en los albores de la era moderna, época de vertiginosos adelantos técnicos, materiales, constructivos y urbanísticos, además de principios filosóficos vinculados a la dignidad y la salud humanas, permitió a la cocina y a los cocineros y cocineras, hasta entonces relegados a sótanos, trastiendas y patios traseros, incorporarse plenamente a la vida doméstica. En cosa de pocos años, las redes sanitarias, el gas domiciliario, la electricidad y un sinnúmero de inventos –entre los que descolla la refrigeración– permitieron realizar complejas labores en pequeños recintos interiores.
Al resolver el dominio controlado del fuego, la provisión de agua limpia, la conservación de alimentos, la disposición de desechos, humo y vapores, todo en el corazón de la vivienda, la modernidad nos ha permitido, por primera vez en la historia, aceptar que el aparataje de la fábrica culinaria, así como está al servicio de las funciones más elevadas y formales de la sociedad, también pertenece al orden íntimo familiar. En esta lenta evolución espacial y material se consagró el acto de cocinar como un refinamiento cultural ligado a los ciclos temporales de la naturaleza y a los ritos de la vida gregaria. Del cubículo enhollinado e invisible pasamos a la diáfana cocina a la norteamericana, un recinto que congrega casi todos los actos del hogar. Al mismo tiempo, y paradójicamente, la modernidad parece corresponder a un ritmo de vida tan avasallador que aleja al individuo de las satisfacciones vitales, incluido el bien comer, reemplazándolo por un ejercicio de mera subsistencia. Aunque siempre aspira a la altura estética y sensorial que sabe existe, a menudo el hombre de la ciudad debe conformarse con la simplicidad a la que la prisa le obliga. No deja de sorprender que en el imaginario de la cocina doméstica contemporánea, tal como se exhibe en el mundo de la publicidad, los mayores adelantos prometidos no sean de mejores experiencias o conocimientos técnicos, sino los del menor esfuerzo y la mayor rapidez posibles, gracias a artefactos prodigiosos y al inagotable ingenio de la industria alimentaria.
Hoy, en que estos días de encierro nos congregan en torno al fogón, origen simbólico del hogar, se nos revela una faceta de la evolución humana. Son avances arquitectónicos, urbanísticos y técnicos recientes los que permiten el arte de cocinar como una práctica cultural libre y transversal, sin restricción de género, posición ni edad. Y somos un poco más felices por ello.