El librero y escritor argentino Isidoro Blastein escribió, un día de 1981, en el cartel que pegó en la vitrina de su librería de la galería San Juan y Boedo, en Buenos Aires: “cerrado por melancolía”. En realidad, había quebrado. La historia me la contó Francisco Mouat, escritor y uno de los libreros de esta ciudad que están resistiendo para no cerrar por melancolía.
Cuando cierra una librería, es un pedazo del alma de la ciudad el que es arrancado de cuajo. Las ciudades sin librerías no tienen alma. O la tienen bastante debilitada. ¿El alma puede debilitarse? Sí, como el cuerpo, y por eso necesita su propia gimnasia, su rutina diaria de cultivo. Hoy muchas librerías probablemente están a punto de bajar sus cortinas para siempre. Y muchos cafés y pequeños negocios que hacen de nuestras ciudades lugares vivibles, donde vale la pena envejecer e incluso enfermar de melancolía. La melancolía suele hacerse aguda a partir de cierta edad. Pero un buen café, una conversación entre amigos (sobre todo una conversación sobre temas “inútiles”) y un libro encontrado por azar el día lunes (que es día propicio para una aguda melancolía) pueden salvarnos. También un abrazo o una sonrisa cómplice. La visita de Eros en todas sus formas posibles (incluida el placer de acariciar un libro) es el único antídoto de esa enfermedad que es peor que cualquier infección viral, porque es muy contagiosa: la melancolía suele transmitirse por la mirada o el tono de voz. ¿Y mata? Claro que mata, pero lentamente, de manera invisible, y por eso no está en las estadísticas.
Cuando alguien calcule la cantidad de infestados de melancolía en los confinamientos por la pandemia, nos daremos cuenta de sus implicancias en la vida social. Los coreanos han nombrado “corona blues” a la melancolía de este confinamiento global: yo prefiero seguir llamándola como lo han hecho poetas, artistas, médicos por siglos. Nerval hablaba del “sol negro de la melancolía”. Ese es el sol que brilla hoy sobre Santiago, que se prepara para internarse en un invierno difícil. Al final, seremos más los contaminados de melancolía que los de coronavirus: ninguna pantalla ni plataforma virtual (por muy potente que sea) nos devolverá lo perdido (la ciudad, los otros): nadie acaricia una pantalla fría, nuestras miradas resbalan por su superficie inerte sin tocar nada, sin ser tocados. Y esa es la esencia de lo humano: ser “tocados”. Una piel muy frágil nos cubre y con ella sentimos el calor de los otros, la temperatura del mundo. Somos analógicos, vulnerables, biológicos: lo digital es un huésped que puede convertirse en un anfitrión si no le ponemos límites. No puede ocupar el sitio vacío del amigo, el amor, la madre o el padre que no están. Ni tampoco del profesor.
La melancolía podría ser un antídoto contra el “pantallismo”. Porque la melancolía nos puede enfermar, pero también nos mantiene sensibles, a veces sensibleros. Una dosis de melancolía le da un sabor especial a la existencia. Los melancólicos escriben poemas, componen canciones, pintan cuadros. Pero demasiada melancolía nos hace cerrar una librería, un café, bajar las cortinas, echarnos a morir. Por eso Sancho Panza se desesperó cuando Alonso de Quijana en su lecho de enfermo dijo que él ya no era Don Quijote de la Mancha: su cordura repentina era el fin de la aventura y eso lo captó muy bien Sancho. Entonces le dijo, llorando: “¡Ay! No se muera vuestra merced, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie lo mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.
Ese es el desafío de estos meses rudos que vienen: contener el virus y cultivar una dosis de razonable melancolía para saber que estamos vivos, pero impedir que a esta se le pase la mano. Lloremos todo lo que haya que llorar, “hay que sacarlo todo afuera como la primavera”, pero, por favor, ¡no cerremos por melancolía...!