El adversario, de Emmanuel Carrère, fue publicada hace 20 años y si bien el autor francés ya había escrito seis narraciones, esta lo consagró como una de las figuras fundamentales en las letras galas del presente. Después de
El adversario, Carrère ha continuado publicando obras de calidad incluso superior, pero ninguna produjo esa excepcional coincidencia que significa el aplauso de la crítica y el apoyo del público lector. Sin embargo, ni uno solo de sus títulos, anteriores o posteriores, alcanza el estatus de clásico que se le concede a la singularidad, la radicalidad y la osadía que presenta esta novela de no ficción: dos décadas sin añejarse son algo muy raro hoy por hoy, y Carrère ha demostrado que merece ese sitial.
Se ha comparado con insistencia a
El adversario con
A sangre fría, de Truman Capote, y resulta obvio que existen semejanzas entre ambos libros, sobre todo en cuanto ellos se refieren a hechos reales y particularmente, en la relación personal, íntima, que los dos escritores establecen con los asesinos que protagonizan estos relatos. Aun así, el paralelo se deshace apenas leemos las primeras páginas de uno y otro texto. Capote, quien posiblemente creó esta forma prosística, dotado de una increíble, quizá genial facilidad narrativa, se lució en el jet set de su época, tanto cultural como social: padeció de una megalomanía rampante; persiguió el éxito a como diere lugar; su personaje extraliterario se ha convertido en figura de culto, en fin, se le ha estudiado y filmado hasta la saciedad. En cambio, Carrère se sitúa en las antípodas: es sobrio, huye de las candilejas, parece un sujeto común y corriente, y por más que su talento sea equiparable o superior al del norteamericano, nunca hace gala de él. Estas consideraciones son importantes en los momentos en que se efectúa una relectura de
El adversario,puesto que el grado de compromiso del literato parisino con esta historia resulta, en la actualidad, tan conmovedor, tan apasionante, tan humano como lo fue en 2000, cuando irrumpió
El adversario.
El 9 de enero de 1993, el reputado médico Jean-Claude Romand mató a su mujer, sus hijos y sus padres; a continuación desparramó gasolina por la casa, la incendió e intentó suicidarse. No obstante, después se sabría que esto último pudo haber sido una maquinación, ya que Romand sobrevivió en perfectas condiciones, fue sometido a juicio con las máximas garantías, siendo finalmente condenado a presidio perpetuo, en una sentencia que abre el camino a la libertad condicional. En otras palabras, el monstruo se halla ahora en la calle y según se vio en el proceso seguramente pertenece a alguna organización piadosa, puesto que, mientras estaba preso, recuperó la fe en la Iglesia Católica. Este dato es en extremo relevante considerando el medio socioeconómico al que pertenece el criminal.
Los sucesos descritos en El adversario tienen lugar en un conjunto de comarcas que lindan con la frontera suiza, muy cerca de Ginebra, aldeas pequeñas habitadas por burgueses respetables, por lo general de ideas progresistas, aun cuando sean creyentes que cumplen con los rituales religiosos y eduquen a sus hijos en la moral cristiana. Son ciudadanos altruistas, cuidadosos hacia el prójimo, muy convencionales, muy decentes, lo que se aplica en especial a la familia de Luc y Cécile, los vecinos y mejores amigos de Jean-Claude. De ahí que todos se aterren ante la desgracia y nadie pueda creer que lejos de ello, se trata de una serie de homicidios perpetrados con absoluta premeditación.
Mucho más increíble es la personalidad de Jean-Claude. Jamás fue médico y solo llegó hasta el segundo año de la carrera. Nunca pudo haber sido un eminente investigador, financiado por la Organización Mundial de la Salud, ni haber participado en viajes, congresos o simposios en los que se descubren nuevos y revolucionarios medicamentos. La parte más siniestra de su trayectoria se encuentra en lo relativo a las finanzas, las cuentas corrientes y el uso que Jean-Claude hace del dinero de sus padres; su amante, Corinne; su mujer, Florence; sus colegas. Carrère, así como los cercanos al psicópata, quedan estupefactos al descubrir el mundo que se ha inventado y las inauditas circunstancias que lo hicieron posible. ¿Es factible, bien avanzada la segunda mitad del siglo pasado, construir un edificio de falsedades fácilmente detectables y que nadie entre estos íntegros hombres y mujeres logren percibir?
El adversario prueba con creces que sí lo es y en especial, que podemos existir sumidos en la gangrena de la mentira.