Los efectos de la pandemia en la sociedad serán múltiples y devastadores. Las cuarentenas decretadas por el Gobierno, para el resguardo de la salud, implican un enorme sacrificio por parte de la población, aun cuando ellas sean —en buena hora— progresivas, rotativas y dinámicas (y no totales y absolutas como proponen algunos).
La paralización de actividades a la que se ven expuestos empresarios, emprendedores, pequeños comerciantes y otros prestadores de servicios, así como establecimientos u organizaciones de diversa índole (educacionales, deportivos, culturales), se traduce en un sinfín de restricciones y limitaciones para abrir u operar sus negocios, proyectos u organizaciones.
En otras palabras, en un cúmulo de dificultades para mantener esos proyectos a flote, las que se asumen, no obstante, con responsabilidad dado el contexto y en aras de un bien superior.
Los que pueden, recurren al comercio electrónico y a la bendita innovación y tecnología para acercar los productos y servicios a sus clientes, usuarios o comunidades debiendo, no obstante, sortear múltiples inconvenientes y complejidades, al tiempo de tener que adaptarse rápidamente a los imprevistos y desafíos que impone la distancia, el encierro y la anormalidad. Otros, simplemente, deben paralizar su actividad, pues no tienen caminos alternativos, con las consecuencias que de ello se derivan.
Y el asunto es que mantener a flote esos proyectos, negocios y comercios es esencial. ¿Por qué? Porque de esos empresarios, comerciantes, prestadores de servicios y organizaciones dependen diversas comunidades. Entre ellas, sus propios trabajadores, proveedores, clientes, usuarios, miembros o beneficiarios y las familias de estos y aquellos, todos los cuales son eslabones cruciales de la cadena que crea valor en la sociedad. El Estado también depende de este flujo, pues sin él no habría creación de valor que gravar con impuestos que permitan financiar la agenda de iniciativas y programas públicos, incluyendo la agenda social.
De esta manera, el entramado de actores, organizaciones y redes que día a día interactúan entre sí es clave para la vida de cada uno de nosotros y para el desarrollo de la sociedad toda.
Si este entramado se interrumpe, o su funcionamiento se pone en peligro, lo resentimos todos. Y ¡atención!, que recomponer esa cadena que crea valor y contribuye a mejorar nuestras vidas, así como los equipos que se han construido en torno a los proyectos, las experiencias acumuladas, los conocimientos adquiridos y las organizaciones levantadas, es extremadamente complejo.
La violencia que vivimos en el país a partir del 18 de octubre pasado puso en riesgo esa red y para muchos significó despedirse de ella. Y lo que debemos entender es que esa pérdida no es solo para quien la sufre. La experimenta la comunidad inmediata que se vinculaba con esa persona o proyecto y todos quienes, de una manera u otra, se relacionan con esas comunidades.
En definitiva, pierde la sociedad toda, pues todos somos parte de la red. Y hoy, a causa de la pandemia, bien sabemos de ello. Muchos van a perder o están perdiendo su esfuerzo de años, sus emprendimientos y sus empleos, y eso tiene efectos en cadena. Entre otras consecuencias, quienes pierden sus fuentes de ingreso, o el esfuerzo de una vida entera, interrumpirán tarde o temprano sus compromisos con la red, afectando el flujo y los beneficios que de ella derivan.
Hoy, más que nunca, somos capaces de dimensionar y valorar cuán importante es el aporte que cada uno de nosotros, y de las asociaciones creadas con el esfuerzo de muchos, realiza en la sociedad. Necesitamos a los demás miembros de la comunidad; requerimos de sus proyectos, su esfuerzo, su especialización y sus capacidades, y que ellas se expandan para continuar enriqueciendo y complementando nuestras vidas. Lamentablemente, ello está hoy en tela de juicio.
Muchos proyectos o emprendimientos están en riesgo de sucumbir de la mano de la pandemia o del populismo que campea en el Congreso que, de prosperar, podría llevarse el insólito crédito de haber generado un problema permanente a partir de una condición transitoria.
Para mitigar o intentar evitar el duro golpe que la crisis sanitaria está asestando a la sociedad, se están implementando y discutiendo, a toda máquina, planes para que la red se mantenga a flote. Pero mantener la cabeza sobre el agua no será suficiente. El golpe es demasiado grande. Por ello, y junto con concurrir a apoyar o a mejorar constructivamente y con sentido de oportunidad las medidas de emergencia que se promueven desde el Gobierno, la clase política debiera estar también mirando hacia el futuro y comenzar a aportar buenas ideas para construir una agenda reactivadora. Si esperamos a que haya pasado la pandemia para empezar a poner recién este tema sobre la mesa, llegaremos tarde; hay que anticiparse y preparar el terreno para que la siembra pueda efectuarse tan pronto sea posible, sin dilaciones.
Solo así los políticos tenderán una verdadera y efectiva mano, permanente y sostenible, a los miles de chilenos que, tras la pandemia, caerán nuevamente en la pobreza y a los que abandonarán la clase media para caer en una condición de vulnerabilidad. Debemos volver a levantar esta red creadora de valor. La política tiene, a mi juicio, un deber moral de unirse en torno al reimpulso de la actividad, proponiendo incentivos potentes y flexibilidades suficientes para recuperarnos de esta pesadilla y así volver a caminar hacia el desarrollo.
El crecimiento será un imperativo para que los chilenos puedan volver a ponerse de pie.