En estos días hace bien la lectura de este cura chileno. Descendiente del capitán genovés que salvó a Valdivia del fracaso y de un funcionario y soldado menor de la Corona, Alonso de Ovalle es el primer criollo —es decir, chileno— ilustrado y creador en el mundo del arte y del intelecto.
Nacido en 1601, se destaca en la pequeña sociedad de Santiago y temprano en su vida recibió un encargo oficial de su congregación —los jesuitas— y del cabildo de Santiago para llevarlo a cabo en Europa, principalmente en Roma. Luego de un largo viaje es claro que nunca quiso regresar. Para un individuo de su sensibilidad y cultura, Roma era un centro maravilloso: el Renacimiento no murió dando lugar a un período de oscuridad, sino que evolucionó con mucha fuerza hacia unas formas y obras nuevas en cuyo desarrollo la misma Iglesia y su propia Orden jugaban un papel principal. Chile era pobrísimo, en todo sentido. Para Ovalle, la perspectiva de volver aquí debió ser una condena espantosa. Se conservan algunas cartas en las que enumera, con una perfección teórica y burocrática digna de un personaje de Kafka, ante sucesivos superiores eclesiásticos, la enorme cantidad de razones que justifican la postergación indefinida de su regreso. No obstante, en su larga estadía romana, Ovalle escribió un libro extraordinario: “La histórica relación…”, el primer y mayor encomio que se conoce de Chile como nación, como si de Chile se pudiera hablar bien solo cuando se está lejos de él. Si me piden un título, creo que esta es la obra fundante de la literatura chilena. Publicada en Roma en 1646, en Chile tuvo una recepción y circulación bastante escasa y tardía. El libro —de una gran belleza en su estilo y precisión en las observaciones de lo que hoy llamamos “paisaje”— bien podría ser considerado como la invención estética de Chile.
Una de sus noblezas es que va acompañado de más de 50 estampas, algunas de dudosa originalidad, la primera obra visual en que interviene un chileno. Aunque son reproducciones de grabados de artistas de la época, Ovalle dibujaba y algunas de ellas fueron hechas bajo la atenta indicación y celo suyo. Solo la estampa uno —Ovalle al inicio del libro señala el lugar exacto donde el impresor debe colocarlas, instrucción editorial tan importante que ha pasado a formar parte del libro— daría para conversar largo rato y el texto al cual va asociada —sobre los cielos de Chile— es brillante. Todo el capítulo y la estampa —un mapa estelar muy simple— pretenden transmitir al lector no chileno cómo un pequeño sector de la bóveda celeste observable desde Chile, que Ovalle recuerda después de tantos años, está dotado de una belleza sin parangón.
Ovalle murió en Lima a los 47 años, en su forzado viaje de regreso.