Encerrados entre cuatro paredes sólidas, pero conectados al mundo. La disponibilidad de lo real y de lo tangible ha tomado una particular relevancia en estos días tensos. Especialmente si se contrasta con el acceso inmediato que nos ofrece la tecnología a lo inmaterial. Con más facilidad consigo escuchar una conferencia en Suecia que un kilo de harina. Esta generosa pero agobiante amplitud del éter me devuelve a un elogio de lo material desde la arquitectura.
La forma está determinada en gran parte por su materia. El acero, por ejemplo, es liviano, diáfano y permite grandes luces, por lo que es el material de las grandes naves, como las estaciones de ferrocarril. Es expresivo de una estructura, sus uniones son distintivas y se muestran en una estética desnuda. El hormigón, en cambio, es masivo pero dúctil. Permite formas orgánicas que descargan expresivamente su peso, tan variadas como las acrobacias del brutalismo o las sistemáticas nervaduras de Pier Luigi Nervi. El diseño arquitectónico se sirve y a la vez desafía a los materiales en sus posibilidades, como la piedra transformada en filigrana en las catedrales góticas.
Cuando hablamos de un edificio, lo llamamos una “obra”, es decir, una faena o una producción material. Gran parte de la arquitectura erigida a lo largo de la historia de la humanidad fue pensada y diseñada in situ, en la práctica directa con los materiales que comprueba las teorías geométricas. Y ciertos materiales en posiciones precisas tomaron nombres únicos y metafóricos, como la piedra angular.
Sin embargo, hay también una arquitectura que se habita en las imágenes. La representación del proyecto es la primera vida de las ideas y otra buena porción de piezas magistrales se ha quedado solo en el papel, como los magníficos cenotafios de Étienne-Louis Boullée. La computación ha permitido volver cada vez más precisa la forma de representar y modelar un diseño, desde la invención del CAD, que revolucionó el uso de elipses y curvas sinuosas, pasando por los renders o representaciones hiperrealistas y, en las últimas décadas, el BIM o modelo de información del edificio.
Pero, aunque el simulacro sea cada vez más preciso, un viejo adagio del gremio dice que el papel todo lo aguanta. A la arquitectura que vive en la virtualidad de las imágenes le faltan la fuerza de gravedad, el movimiento de la tierra, la vida de las personas, el paso del tiempo. Es una arquitectura que no se ha verificado en la obra. Como las reuniones virtuales que sostenemos en estos tiempos a través de pantallas. Son un magnífico sustituto del espacio, una representación del verdadero encuentro, un placebo fabuloso que se parece a la vida, pero que no lo es.