En música, que sin duda no es lo mío, recomiendo en la categoría canción popular, sin pensarlo dos veces y más bien sin pensarlo, el “¡Ay, ay, ay!”.
Esa tonada centenaria de Osmán Pérez Freire (1880 – 1930), donde me inclino por la interpretación de Mario Lanza, aunque también destacan las de Plácido Domingo y Tito Schipa, que se encuentran en YouTube, por si les nace la curiosidad. Los cantantes y conjuntos nacionales los aparto de las listas, por motivos sencillos de comprender.
El inicio con “asómate a la ventana, ay, ay, ay” está especialmente indicado para esta época de cuarentena con balcón, terraza o ventana, porque se puede corear sin saber nada de nada.
Yo: “Asómate a la ventana”.
Ustedes: “Ay, ay, ay”.
Yo: “Paloma del alma mía”.
Ustedes: “Ay, ay, ay”.
Yo: “El amor mío se muere”.
Ustedes: “Ay, ay, ay”.
La interjección “ay” en la canción es un lamento y un suspiro de amor y, por eso, ay, ese dolor es peor que el coronavirus porque la peste ataca, pero pasa, en cambio el amor que no fue, ay, queda y permanece.
La mejor estrofa de la canción es precisamente “ay, ay, ay” porque identifica como ninguna otra el alma nacional.
Y si alguien no está de acuerdo conmigo, le recomiendo algo diferente: irse de paseo al Cerro Mariposas, por Valparaíso, y visitar el Auditorio Osmán Pérez Freire, con cancha de pasto verde y sintética, desde hace unos años.
En literatura, y advierto que no es lo mío, recomiendo con devoción y entusiasmo la obra de Lupercio Leonardo de Argensola: “Advertencias a la carta que el Rey don Fernando el Católico escribió al Conde de Ribagorza, Virrey de Nápoles, contra unos Comisarios Apostólicos, en defensa de la Real Jurisdicción”.
A fines de septiembre de 1973 y porque estaba con tiempo, intenté leerlo. No pude y lo atribuí al nerviosismo reinante. Ahora de nuevo, pero por otras razones evidentemente, estoy con tiempo. Lo abrí y traté, pero tampoco pude. Eso comprueba que sigo siendo el mismo y por eso lo recomiendo: para aprender que hay cosas que no se pueden.
Y por último en cine, que tampoco es lo mío, recomiendo lo que escuché en una película cuyo título se me esfumó, pero sucedía antes del ataque a Pearl Harbor y era lo siguiente: un capitán y un piloto a bordo de un avión de la marina, trepando hacia lo alto, para probar la resistencia del aparato y del hombre. El oficial era Errol Flynn o Robert Taylor, y no retuve al actor que hacía de piloto.
A esas alturas del cielo, diez o doce mil metros, con las latitas del pequeño aparato reventándose de frío, el motor a medias y la cabina temblando de presión, ya no había dónde ir. En esas circunstancias, el piloto lanzó una frase definitiva y terminal, donde se distinguía una leve desesperación, pero el tono era de consuelo y conformidad, porque después de eso no hay nada más que hacer ni decir, hasta aquí llegó el vuelo, el experimento y mañana será otro día en el cosmos.
—“¡Capitán: se congeló el descongelante!”.
No recomiendo la olvidada película, sino la eternidad de la frase.