Las catástrofes son oportunidades de repensar nuestras ciudades, o al menos impulsar con energía las ideas de cambio que normalmente se fraguan con lentitud. Precipitan la evolución, convicciones de progreso súbitamente nítidas ante las urgencias de una sociedad en crisis. El ejemplo más obvio es una ciudad en el suelo después de una guerra o terremoto y que debe decidir el camino a seguir –físico, económico y simbólico– para reinventarse y recuperar su lugar en la historia. Pensamos en aquellas ciudades europeas que hacia 1945 no eran más que montículos de escombros humeantes; o en el Beirut de los 80, o en el Alepo de hoy. En Chile, luego de la devastación de 1939, Chillán resurgió como una ciudad completamente distinta, de una modernidad deslumbrante, incluidos espacios públicos inéditos en una ciudad de antigua trama republicana, como la mayoría de Sudamérica. Claro que también hubo, en el siglo XX, otro tipo de renovación urbana, la destrucción sistemática de la ciudad ancestral por sus propios habitantes para ser reemplazada por megalomanías de acero y cristal que sirvieran de horizonte al imperio del automóvil, utopía inspirada en la embriaguez del petróleo barato, la energía atómica, los antibióticos, la pretendida conquista del universo. En ciudades de todo el mundo, barrios completos fueron arrasados sin remordimientos para hacer espacio al nuevo orden; pero apenas un par de generaciones más tarde, comprendida la adoración inútil del automóvil, esas mismas ciudades buscan hoy la manera de reparar el daño, de recomponer el paisaje urbano y su historia. Ejemplos abundan. En Santiago, 40 manzanas repletas de tesoros arquitectónicos fueron demolidas para cavar una autopista metropolitana que dividió a la ciudad en dos y condenó una mitad al abandono. Ahora nos preguntamos qué hacer con esa grieta física y social.
La presente pandemia ya provoca cambios de política urbana en algunas ciudades del mundo. Se recrimina la densidad excesiva de edificios y barrios, el diseño y tamaño insuficiente de las viviendas, el poco espacio público disponible, la longitud de los viajes urbanos y, englobando todos estos aspectos, la segregación espacial y la desigualdad social. En lo inmediato, conscientes de los positivos efectos ambientales de la cuarentena y de la necesidad de ampliar las alternativas de movilidad al mismo tiempo que se garantiza el “distanciamiento social”, Milán, Barcelona, Bruselas, Berlín, París y Nueva York anuncian que convertirán kilómetros de calles en ciclovías y paseos peatonales temporales, con la indisimulada esperanza de que algunas terminen siendo permanentes. ¿Y en Chile? ¿La autoridad está pensando en adaptar las ciudades a las nuevas necesidades de movilidad, esparcimiento y sanidad? ¿En devolverle la ciudad al habitante? ¿Acaso no es esta una extraordinaria oportunidad de renovación urbana?