Primero, como candidato, casi se alegró por el estallido social en Chile. Podía pasar como embriaguez electoral; acarreaba agua a su molino ironizando sobre el “modelo chileno”. Electo Presidente, homologó la situación de Venezuela con Chile, propinándole un golpe a La Moneda y un perdonavidas a Maduro. No se comprometía mayormente con su público, al que no le gusta demasiado la experiencia chavista, y de esa manera se sumaba a un coro regional, esa parte del alma latinoamericana que se regocijaba porque en Chile comenzamos a pasarlo mal desde octubre.
Fernández no amainó, sino que subió la apuesta. Puso su política frente a la pandemia como ejemplo ante Chile, que, por implicancia, lo habría hecho mal, auténtica agresión verbal. Todo esto, como hablando indirectamente, por amor a los hermanos trasandinos. Y redobló la mano, dirigiéndose a una parte de la izquierda chilena que lo escuchaba —eso aparentaban las cosas— embobada: “Lo que yo estoy viendo ahora en Chile me pone muy contento. Ver a los amigos democratacristianos, a los amigos del socialismo, del comunismo. Eso es lo que le hace falta a Chile, que vuelvan a unirse (que) recuperen el poder en favor de los chilenos”. Una bofetada al gobierno de Chile al momento en que este ha vivido días de crisis, que hasta ahora sortea gracias a lo acumulado en décadas de políticas sensatas (pero que tiene un límite). Anotado.
Fernández no es un caudillo, si bien tiene aprestos de dirigente corajudo, típico apparatchik del peronismo de nuestra época. No posee un discurso inspirador, nada que se parezca al Perón que sentó una polaridad latinoamericana (sí que era caudillo), aunque no carece de aciertos verbales, sin importarle que sean justos o injustos, como buen animal político. En referencia a Chile, no se trataba siquiera de torpedear a una dictadura, sino a una democracia y a un gobierno electo por gran mayoría dos años antes; quizás un primer aviso de que en la región advienen tiempos en los cuales que un país sea o no democrático no revista mayor relevancia, tal como lo era hasta antes de la Segunda Guerra Mundial. (Otrosí: Fernández y Cristina hablan mucho contra el capitalismo, añadiendo a veces que solo critican al “improductivo”; tienen algo de lógica, pues desde siempre la dirigencia peronista ha sido adepta entusiasta al capital, al propio, se entiende.)
Chile no debe desalentarse en las relaciones con Argentina y el resto de los vecinos; la complicación que nos legó la historia pervive y aflora ocasionalmente en estas actitudes. Solo se deben evitar liderazgos efectistas, contraproducentes (Cúcuta), o cambiarle el nombre a Unasur, provocación innecesaria, entendiendo que no se debe dejar a esta organización en manos de una sola persuasión política. El apoyo a la reivindicación de las Malvinas se mantendrá incólume, entre tantas razones porque no colisiona con nuestras lógicas de política exterior. Desde Alfonsín hasta los hechos recientes, las relaciones habían sido buenas, por trechos muy colaborativas. Lo de Fernández es un caso típico de autopromoción: acrecienta su papel interno y crea adhesión —creo precaria y pasajera— de embaucados en estos lares, con un anticapitalismo de variedades.
Hay una deuda que Argentina nos debe a los latinoamericanos. Hace 100 años iba a ser en la región la primera sociedad moderna, desarrollada y con democracia social. Sigue ofreciéndonos creaciones únicas, como la urbe porteña, en su calidad lo más señalado de la cultura de esta América. Pero, como modelo, su historia constituye una alegoría más pletórica de las frustraciones de todas nuestras repúblicas.