De modo sugerente, el discurso del buen pastor (Juan 10, 1-21) no comienza con la afirmación “Yo soy el buen pastor”, sino con otra imagen: “Yo soy la puerta de las ovejas” (10, 7).
Pero, Señor, ¿no eres una persona? Y Jesús nos contesta: “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos” (Juan 10, 9). Para los primeros cristianos, la puerta de la Iglesia era un ícono de Cristo —en muchas iglesias son verdaderas obras de arte—, y no podían cruzarla si no estaban bautizados, por eso la liturgia del bautismo conserva esta costumbre de comenzar la ceremonia fuera de la iglesia.
Jesús da aquí la pauta para los pastores de su rebaño —obispos y sacerdotes—, porque un buen pastor siempre entra a través de Jesús: “Yo queriendo llegar hasta vosotros, es decir, a vuestro corazón, os predico a Cristo: si predicara otra cosa, querría entrar por otro lado. Cristo es para mí la puerta para entrar en vosotros: por Cristo entro no en vuestras casas, sino en vuestros corazones. Por Cristo entro gozosamente y me escucháis hablar de Él” (San Agustín, Evangelio de San Juan, 47, 2-3).
También esto se aplica a todos los cristianos que ejercen alguna autoridad: los padres de familia, los abuelos, el hermano mayor, un profesor, un juez, un médico. Esta es la maravilla de nuestra fe, que en nuestro ambiente profesional, natural, familiar tenemos un modelo seguro y eficaz a quien imitar.
Las imágenes del pastor y las ovejas evocan un tema preferido de la predicación profética en el Antiguo Testamento: el pueblo elegido es el rebaño y el Señor, su pastor (cfr. Sal. 23). El Papa Francisco ha profundizado en la imagen de Pueblo —rebaño escogido— de Dios. Y es también hoy un camino para ayudar a tantas personas que en estos momentos le preguntan al Señor: ¿Por qué si somos tuyas, nos pasa esto? ¿Cómo vivir en un mundo donde un virus ataca por azar y abate también a los inocentes?
A uno le preguntan: Padre, ¿por qué una pandemia, una guerra, un terremoto lo comparten buenos y malos? ¿De qué me sirve ser honrado, sincero, etc. si sufriré igual que el pecador? ¿Dónde está la diferencia?... ¡No quiero formar parte de este pueblo!
Ser parte de un pueblo significa compartir el pasado, el presente y el futuro. Lo que humanamente es bueno —bicampeones de América— y lo que humanamente es malo. Aquí el trigo y la cizaña viven juntos hasta la cosecha, para todos sale el sol y el frío, la abundancia de agua o una sequía; el castigo en Nínive lo comparten buenos y malos.
Es exigente ser miembro de un Pueblo tan numeroso, porque nos da miedo el anonimato de la multitud, no tener rostro, que no sepan de mi vida, de mis obras, de mis sacrificios… ¡Que de verdad nadie me conozca!... Señor, ¿cuándo recupero mi identidad y dejo de ser parte de una masa, que me hace responsable de cosas que no he hecho?
Dios Padre te diría: es cierto que son muchos mis hijos, pero no olvides que Yo voy llamando por el nombre a mis ovejas y las convoco. “Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz” (cfr. Juan 10, 3-4). ¿Dios no me conoce?... Sí, Dios te conoce, el problema es que quizás tú no reconoces “su voz” (Juan 10, 4).
No hay que olvidar que en esa relación comunitaria o social —Pueblo de Dios— está también la relación personal con Dios, donde tú tienes nombre y apellido, tu historia, un rostro y escuchas “su voz” en tu oración personal con el Padre. En tu relación filial, gracias a Dios, no somos todos iguales, tu amor a los demás, tu generosidad, tu servicio al necesitado, sí marcan la diferencia. Las alegrías y desafíos dolorosos se viven en común, pero cada uno de un modo distinto, no todos lo llevamos con la misma fe, alegría y esperanza.
“Sus heridas os han curado” (1 Pedro 2, 24). “Aquellas llagas, que en un primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso” (Benedicto XVI, 7-4-07). Descubrir esto e intentar vivirlo, con la gracia de Dios, es tarea tuya. ¡Anímate!
“Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: ‘En verdad, en verdad os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos'”.
(Jn. 10, 6-9)