Una sensación ambigua aflora en torno a los efectos de esta pandemia en nuestras vidas, y creo tiene que ver con que nuestra cultura es profunda y atávicamente refractaria al trabajo. Me tardaría mucho en justificarlo, pero desde la colonia, al leer innumerables documentos antiguos, aparece una y otra vez la perenne queja de que los naturales de Chile se resisten a trabajar para otros. Y, a su vez, los colonizadores reclaman para sí un sentido de “señorío” que implicaba no trabajar y, por lo tanto, que otros trabajasen por ellos. En resumen, ni unos ni otros, por distintas razones, querían realizar ciertas faenas, sobre todo las que implicaban desgaste físico.
El trabajo se va percibiendo así como un castigo, como una carga gravosa que, en lo posible, se debe tratar de evitar; más todavía, como una odiosa imposición de ciertos privilegiados. La cultura cristiano-burguesa, con su ética del esfuerzo y la disciplina, es impotente a la hora de cambiar esa valoración del trabajo y se instala solo como una costra superficial aceptada con menos convencimiento que resignación, resquebrajándose fácilmente. El Día del Trabajador viene a ser, así, como la conmemoración de una cierta esclavitud maquillada. La cultura chilena, en los hechos, se sostiene sobre siglos de trabajo forzado, distribuido sin considerar las aptitudes y habilidades de cada cual, cuyo pago está plagado de inequidades y mezquindades, mal hecho, sin reconocimiento suficiente, a veces humillante. ¿Qué del trabajo podemos celebrar? Solo es “pega”: da la plata que sirve de sustento.
La pandemia ha significado, en los hechos, que muchas personas han dejado de trabajar —con todo el descalabro económico y social que ello implica—, pero ahora con una justificación inobjetable: primero está la salud y la vida de las personas. Esa situación —la falta de trabajo—, de suyo angustiosa, a la vez ha permitido vislumbrar un rincón del paraíso: que, sostenidos por el Estado, es posible que nos paguen por trabajar sin tener que trabajar. La ralentización laboral de estos días posee, entonces, a pesar de la circunstancias negativas, una faceta indudable de fiesta, porque en nuestra mentalidad eso —no trabajar— es en sí mismo fiesta.
Los letreros que rezan “No son vacaciones”, las medidas de la autoridad tratando de impedir el disfrute de cualquier cosa y de cualquier oportunidad se enfrentan, al contrario, con miles de personas —no solo un grupito de ricachones— de todos los segmentos sociales que quisieran, cada cual a su manera, celebrar estos días de no-trabajo, quizás la verdadera celebración que nos gustaría tener como pueblo, demostrando cómo se vive dificultosamente en medio de la preocupación, la alegría y una holgura extraña, que es el don morboso de esta pandemia.