Conocimos a José Zalaquett en sus últimos años de vida activa antes de que se recluyera en su casa a causa del Parkinson, que le causó la muerte en febrero pasado. Como muchos de sus seguidores, disfrutamos las obras de arte que subía a Twitter y sus clásicas “citas de buenas noches”. Siempre admiramos su talante humano y su honestidad a toda prueba. Era un hombre de convicciones firmes, calidez en el trato e implacable rigor intelectual; decía que tenía la cabeza fría pero el corazón caliente.
Recordar sus ideas sobre el trato humanitario que se debe a los presos incluyendo a los condenados por violaciones a los derechos humanos no es, como dijo el diputado Boric, utilizar su figura con “oportunismo atroz”. Todo lo contrario: es una forma de aprovechar lo mucho que nos enseñó.
Lamentablemente, se desechó esa enseñanza en la polémica sobre si militares presos mayores de 75 años podían ser incluidos en el indulto conmutativo por riesgo de contagio del coronavirus, que tuvo que ser zanjada por el Tribunal Constitucional. En la sentencia, uno de los ministros se permitió decir que la intención del requerimiento era “sacar de la cárcel” a autores de violaciones de derechos humanos “a como dé lugar”, aunque ello significara liberar a violadores, secuestradores, homicidas o narcotraficantes.
Lo cierto es que el Gobierno tuvo que excluir a condenados por delitos graves para que así el proyecto no fuera manifiestamente discriminatorio y pudiera contar con el apoyo de los parlamentarios de oposición. Bien sabían las autoridades del Ejecutivo que una modificación de pena que incluyera a los reos de Punta Peuco no sería aprobada. La oposición negaría el indulto a todos los presos en riesgo de morir con tal de impedir que fueran beneficiados los condenados por atentados a los derechos humanos.
No era esa la actitud de Zalaquett. Siendo uno de los abogados que participaron en el Comité Pro Paz, que asumió la defensa de los perseguidos políticos de entonces, que fue detenido por la Dina y luego exiliado, no guardó rencor alguno y abogó por que se diera un trato humanitario a los condenados por violación a los derechos humanos. Su divisa era justicia con clemencia. Afirmaba que “la ley debiera permitir medidas de humanidad en casos de edad muy avanzada o de una grave enfermedad”, y sin distinguir la gravedad del delito: “por ejemplo —sostenía—, una persona con Alzheimer pudo haber cometido los crímenes más atroces, pero ya no es esa persona; ni siquiera sabe él quién es”.
La voz de José Zalaquett nos sigue y nos seguirá interpelando. Exigió castigos severos para los culpables de violaciones de derechos humanos, pero propició que reos ancianos o con enfermedades terminales pudieran cumplir el resto de sus penas en sus casas. Esto —apuntaba— no es impunidad, sino cumplimiento de la pena en modalidad domiciliaria: “si tiene que cumplir la pena en su domicilio (...) pasada cierta edad, o por condiciones de salud, eso significa una pena todavía, porque no puede hacer lo que se le plazca”.
Este es el objeto del proyecto de ley humanitaria que se tramita en el Senado: sustituir la pena de cárcel por reclusión domiciliaria a los condenados que sean ancianos o estén gravemente enfermos. El rechazo del proyecto por tres votos contra dos en la Comisión de Derechos Humanos muestra que para algunos es preferible que no se beneficie a ningún encarcelado, con tal de impedir que los militares recluidos en Punta Peuco pasen sus últimos momentos en sus casas junto a sus familias. Si esto no es un ensañamiento vengativo y discriminatorio, está muy cerca de serlo.
Políticos de todos los sectores debieran escuchar la voz calma y lúcida de Zalaquett y, cual homenaje póstumo a su estatura moral, aprobar esta iniciativa que, además de magnánima, es consistente con la universalidad de los derechos humanos.
Para terminar, una anécdota. Contaba Zalaquett que, siendo parte de Amnistía Internacional, pidió terminar con el confinamiento solitario del único preso que quedaba en Spandau, el nazi Rudolph Hess. Cuando le replicaban que un monstruo no merecía clemencia, Zalaquett respondía: “Él podrá ser un monstruo, nosotros no”.