El plantel de Colo Colo ha decidido negociar con la concesionaria a partir de una exigencia: no quiere ceder porcentajes del sueldo. Puede posponerlos, diferirlos, parcelarlos, pero no cederlos, lo que es una postura válida en épocas de profesionalismo normado. Lo mismo hicieron otros clubes y llegaron a acuerdo, sin mayores trámites.
Tanto en Chile como en el mundo las principales instituciones debieron afrontar la crisis recalculando presupuestos diseñados muchas veces de manera deficitaria, ya sea por desmedidas expectativas o, sencillamente, por irresponsabilidad. Hubo negociaciones más difíciles que otras, pero es complicado encontrar en otras latitudes una confrontación tan profunda como la de Blanco y Negro.
Las razones son dos, básicamente. La primera surge del estilo de administración de la actual directiva, que hacía ostentación de sus recursos, no sólo en los generosos bonos ofrecidos a sus jugadores (los 100 millones de Paredes, por ejemplo), sino en sus elevadas pretensiones de inversión, como la traída de Scolari a pocos días de desatarse la pandemia. No parecía ser Colo Colo un club en problemas financieros, sobre todo porque jamás resintió, ni lamentó, ni condenó la actitud de sus barristas que interrumpieron el torneo anterior, impidieron recibir recaudaciones y, peor aún, empujaron a sanciones que irían en detrimento de las arcas sin que ninguno de sus directivos reaccionara con vehemencia para condenar los hechos. Ni ética ni financieramente. Siempre fue gente que “venía desde afuera”, irrumpiendo, quizás la mentira más descarada para explicar el fenómeno de la violencia.
El segundo factor es el poder adquirido por un plantel que no sólo se inmiscuyó groseramente en decisiones técnicas y directivas en el último tiempo, sino que se impuso como el verdadero poder en la gestión del club. Desde el portazo en las narices a Arturo Salah hasta el ruido de sables a Gabriel Ruiz-Tagle, los jugadores impusieron sus criterios amparados en una gestión paternalista y permisiva de Aníbal Mosa y sus colaboradores, que jamás establecieron límites y que, más aún, le quitaron el piso a Mario Salas, quien había intentado cumplir con la tarea que le encomendaron, pero fue víctima de la peor asonada que se recuerde en la historia reciente del fútbol chileno.
Con un plantel muy caro, con mucho peso interno, y sin ningún afán de enfrentar los peligros latentes de las barras bravas —la principal lacra de las finanzas de la institución—, pedirle comprensión a un grupo de referentes-negociadores que jamás se vio inquieto por los efectos de la más prolongada inactividad que recuerde la historia de nuestro fútbol parecía no sólo ingenuo, sino estéril.
Además, el equipo jugó voluntariamente a media máquina, por lo que el clamor por la mantención del sueldo a todo evento no sólo parece exagerado, sino casi ruin, más aún si se aduce el cariño por los colores. Por más empoderados que se sientan en un club que ya sienten suyo, porque generosamente se los habían entregado.