Paraguas azules en el cielo (Cuarto Propio, 165 páginas), de Berta Ziebrecht, se compone de once relatos, bien construidos, cuidados, cuyo tono general es realista, con frecuentes incursiones en lo lírico. El denominador común de casi todos ellos es la muerte, seguido por la enfermedad y un feminismo tenue, aunque efectivo. Con respecto a la fascinación de Ziebrecht por lo fúnebre, basta con ver algunos títulos de estos cuentos para darse cuenta de que la autora siente una especie de obsesión por nuestro deceso: “El nombre de la muerta”, “El mirador a la muerte”, “Tejedora de mortajas” son tres ejemplos, si bien hay varios más que se empecinan en lo macabro, con visitas a cementerios, contemplaciones de lápidas o ramos de flores para honrar a los seres queridos.
El otro aspecto que convierte a Ziebrecht en una narradora sumamente original es la forma en que los personajes viven la experiencia religiosa; en esta ocasión, el catolicismo. Hay santos, vírgenes, apariciones, milagros y otros fenómenos espirituales, pero se diría que para Ziebrecht —o, mejor dicho, para sus actores— la Iglesia resulta un ente castigador, con el infierno a la vuelta de la esquina y, hasta cierto punto, la imposibilidad de redimir los pecados. En otras palabras, se han quedado en el Antiguo Testamento.
En la historia que da nombre al volumen, la innominada protagonista expone, en primera persona, su relación con Humilde, en una escuela primaria donde todos son muy pobres, viven con lo mínimo y la visita del dentista constituye el más grave momento de esa etapa; a Humilde le sacan todos los dientes y sabremos de ella mucho más tarde, cuando la desventurada niña fallece como consecuencia de la tuberculosis. “Cazadora de demonios” insiste en lo funesto: “María del Tránsito se confunde con las sombras de la tarde. El arcángel San Gabriel le manifestó la misión que Dios todopoderoso le había deparado: ‘Has sido elegida para purificar la creación de todo mal”. “La cabellera azul” mantiene este registro y ahora el suicidio hace acto de presencia en la amistad entre Julia y Moira. “La copa desbordada” y “Refugio de luna” plantean la sujeción femenina frente al acoso, el abuso y la prepotencia del macho depredador, sobre todo en el segundo caso, pues Javier, marido de Brunilda, lo menos que le dice a su señora es que es una vaca asquerosa. Así,
Paraguas azules en el cielo resulta una antología extraña e interesante.
Se diría que Matías Carrasco y
El loco paraíso (RIL Editores, 96 páginas)se hallan en las antípodas de la colección de Ziebrecht: en gran medida es así, aun cuando Carrasco también experimenta, de vez en cuando, una atracción por lo lúgubre. “Él y ella” y “Azotea” plantean sueños con los difuntos o, lisa y llanamente, la autoeliminación.
Sin embargo, el estilo, los temas, los recursos literarios, la forma de aproximarse a una anécdota, sumados a la liviandad y el desparpajo son aquí radicalmente distintos del ejemplar antes reseñado. Carrasco favorece, tal vez de manera excesiva, la brevedad, hasta el punto en que el escritor santiaguino a menudo compone argumentos de apenas dos páginas; o sea, cae en lo que hoy está tan de moda y se llama microcuento. “Oligario Literal”, “Centella” o “Veintinueve” pertenecen indudablemente a esta categoría. No es que el laconismo sea, per se, algo censurable. Aun así, el abuso de esta forma prosística suele prestarse para el facilismo y, peor todavía, la carencia de tópicos dignos de ser llevados a la imprenta.
Con todo, este es un defecto menor de Carrasco, pues demuestra imaginación, una cuota importante de ingenio y mucha desenvoltura. “El café de Freud” enfrenta a Manuel e Ignacio en una hilarante y paradójica sesión psicoanalítica. Manuel, el paciente, manifiesta su odio hacia Ignacio, su psiquiatra, quien se ve sorprendido ante la pasión del neurótico hacia su cónyuge. La primera explicación que se le ocurre es que este último ve en ella la figura de su madre. La respuesta de Manuel es la tajante afirmación de que jamás ha deseado a su progenitora, que no es a su padre a quien quiere matar, sino a Ignacio y que el objeto de sus desvelos es la dama irresistible que tuvo la desventurada idea de contraer matrimonio con el loquero. “La mujer pomelo” alude a los pechos de la heroína y parte con la afirmación: “La calentura le ciega a uno la razón”. “Alguien en la vida”, una de las mejores piezas de esta compilación, describe las aspiraciones de un chico que “siempre soñó con ser un cajero de peaje”. De este modo, tanto Ziebrecht como Carrasco revelan talentos opuestos y, sin duda, deberían ser más conocidos.