Si el plebiscito se hubiese realizado en el día de hoy, como estaba originalmente planeado, habría que haberlo repetido. Seguramente habría ganado el Apruebo por un margen holgado, pero no extravagante, y la Convención Constituyente por una diferencia milimétrica. Con certeza, estaríamos de lleno en la discusión de si acaso ese resultado ofrece la suficiente legitimidad para reescribir el orden constitucional sobre el que se funda la República. Pero no sería este el principal problema: sería el covid-19. Su estallido amplió el campo de batalla. Nos lanzó de golpe a un nuevo futuro.
El plebiscito que teníamos planeado, y la distribución de fuerzas en torno a él, estaban articulados básicamente en torno a deudas del pasado. Estas siguen presentes y hay que hacerse cargo de ellas. Es el “desde”. Pero la pandemia pulveriza viejos paradigmas y formula nuevas preguntas. Es imperioso que estas nutran la deliberación constituyente. Esto dará lugar a nuevos alineamientos políticos, basados ya no en los ecos del pasado, sino en las encrucijadas del futuro. Esto llevará a romper fronteras históricas y podría configurar una gran mayoría social, cultural y electoral por el Apruebo; una mayoría tan amplia como la que hizo posible la transición a la democracia.
En estas semanas se han derrumbado líneas divisorias que parecían inexpugnables. Cuando se trata de sobrevivencia, todos hemos vuelto los ojos hacia el Estado, a pesar de déficits y endeudamientos. Nadie discute su rol en la vida económica, ni su participación en sectores de los que en un momento se alejó, como la salud; e incluso en otros si tuviera que salir a su rescate. En pocas palabras, la pandemia nos hizo a todos socialdemócratas. Es un buen punto de partida para construir esa gran mayoría por el Apruebo.
Pero la crisis plantea otros temas, y repone otros que por antiguos se habían olvidado. Las desigualdades, por ejemplo. La más vieja de todas, la que separa a los trabajadores manuales y del cuidado de aquellos que realizan funciones creativas o intelectuales. Se suman las nuevas desigualdades, demarcadas por la salud, la edad, la vivienda, el acceso a internet, todas esas múltiples cuestiones que hemos visto hacen un mundo de diferencia en tiempos de cuarentena.
Lo que se veía venir ha llegado: la transformación del mundo laboral. El teletrabajo, la flexibilidad de horas y funciones, el hibridaje entre vida profesional y vida doméstica (algo que las mujeres conocen de sobra) son todos fenómenos que muchos estamos experimentando con sorprendente agrado, y un positivo impacto sobre la productividad. Se puede hacer lo mismo o más de otra manera y, a veces, con menos gente. Esto va de la mano de la obsolescencia de labores de intermediación, lo que afecta el empleo en comercio, transporte y servicios, y la robotización se va a acelerar en respuesta a la incertidumbre sanitaria. Es imperioso repensar el mundo del empleo para adaptarlo a estas nuevas realidades y a las por venir. Lo que implica estar abiertos a todo, incluso a convertir los subsidios de emergencia en un ingreso básico universal.
La pandemia no hará caer al capitalismo, pero gatillará transformaciones profundas. La íntima relación entre el shock sanitario y el
shock climático —que no por silencioso es menos catastrófico— reúne un cierto consenso entre los científicos. Esto lleva a preguntarse si no será esta la oportunidad de ensayar un relanzamiento de la economía que sea verde, no gris; esto es, que reduzca drásticamente su dependencia de las energías fósiles. Puede ser más costoso, pero es lo que ahora se necesita: invertir en resiliencia.
¿Cuál es el tipo de gobernanza más apto para el mundo que viene? Por lo visto, la descentralización es clave. Cuando se pregunta por qué Alemania lo ha hecho mejor que Francia en la pandemia, basta con ver a Merkel dando una conferencia de prensa en que explica con detalle la situación y las medidas después de estar reunida por cuatro horas con los jefes de los “länder”, y a Macron emitiendo un discurso marcial por cadena nacional. El mismo contraste se ve en EE.UU. entre un Cuomo y un Trump. En el nuevo futuro el poder estará anclado al territorio, la comuna, la región, los que protegerán su salud y su identidad, su producción y su empleo, y exigirán participación, horizontalidad y transparencia.
La lista de seguro es más larga, pero esos son algunos de los temas que deberá abordar el proceso constituyente. Él ofrece una oportunidad extraordinaria para entrar de frente a los debates que hoy sacuden al mundo y fundar un pacto que proyecte a Chile al futuro. Si no contáramos con este mecanismo, tendríamos que inventarlo, como de hecho se discute hoy en otras latitudes.
Alemania e Italia lo hicieron antes. A pesar de su inveterada polarización, ahora lo ha hecho Israel y se discute en España y Francia. Contar con gobiernos de amplia mayoría es una necesidad no solo para gestionar la pandemia, sino para hacer las reformas que demanda el nuevo futuro. ¿Por qué no podríamos plantearnos algo de este tenor en Chile? El triunfo del Apruebo en octubre podría empujar en esta dirección.