Hace 150 años, el correo alcanzaba su máximo esplendor como institución civilizadora gracias a la expansión del ferrocarril por todo el planeta y al maravilloso invento que fue el telégrafo; primer agente de comunicación planetaria instantánea. No es casual que los edificios de correos ocuparan los lugares más prominentes de las ciudades, levantados como palacios de la modernidad y de la prosperidad republicana. Apenas cincuenta años más tarde, el teléfono comenzaba a competir con el correo como medio masivo de comunicación, incorporando a la inmediatez del mensaje una variable formidable, que es la espontaneidad del lenguaje oral, con sus múltiples capas de interpretaciones emocionales. Hoy, los adelantos que gozamos son recientes y vertiginosos, de la mano de una red de datos global y orgánica llamada internet y otra similar para la transmisión etérea de esos datos; ninguna con más de 30 años de existencia. Lo que de niños nos pareció fantástico, como conversar con una imagen viva en la palma de la mano, hoy es una versión de la rutina. Y es que, especie adaptable que somos, actualizamos nuestra realidad conforme a nuestras propias ilusiones de cambio, de progreso, de fe en el ingenio y la inteligencia; esa voluntad irrefrenable del ser humano de asomarse al acantilado del futuro con la esperanza de que sea diferente, si no mejor. Esa cosa difusa que hemos llamado siempre “modernidad”.
El encierro forzoso nos obliga a echar mano de las herramientas tecnológicas disponibles para comunicarnos e interactuar con el prójimo a la necesaria distancia. Contábamos con los recursos, pero nunca antes fueron tan indispensables como para intentar llevar adelante, con instinto de supervivencia, nuestros programas de trabajo y de educación, el comercio, incluso nuestros afectos; de manera que recién ahora comprendemos su verdadero ámbito de acción, sus potenciales y desventajas, las consecuencias que pueden tener en el trato y relación entre personas, los nuevos códigos y límites necesarios para incorporar estos medios en un inédito nivel de nuestras rutinas. El nuevo orden nos aleja de las atávicas formalidades de la sociedad gregaria y organizada, vigentes hasta ayer; aquellas en que cada actividad tiene su momento y su lugar construido, en que las reglas de convivencia son también las reglas de la proxémica, incluyendo tácitas convenciones de modales, higiene y vestuario, además del mundo más animal de manifestaciones gestuales, corporales, que solo pueden ser advertidas a flor de piel. Y tal como ya no vemos lo invisible, también se nos revela lo oculto: ahora vemos las íntimas atmósferas de los hogares, telones de fondo en escenas repletas de implicancias, historias de vida a la vista instantánea del mundo entero, todo muy de acuerdo con los tiempos.