Una pregunta inquietante es ¿cuándo se desvincularon los derechos humanos de los sentimientos de humanidad, empatía, compasión y misericordia que los vieron nacer? ¿Cuándo pasaron a ser más bien una fría ideología y un instrumento de lucha política, muchas veces odiosa e incluso cruel? La idea de que las personas tienen derechos que son universales e iguales para todos, por el mero hecho de su condición humana, está ligada a una serie de sentimientos de benevolencia que emergieron en el siglo XVIII, cuando, como afirma Lynn Hunt, se produjo una transformación en la mente humana que se tradujo en una nueva narrativa respecto a cómo debían ser las relaciones entre los seres humanos. Nuevas lecturas, novelas y descripciones vívidas del uso de las torturas en los sistemas judiciales crearon experiencias nuevas que cambiaron los sentimientos recíprocos y permitieron la identificación con “el otro” y la extensión de la empatía (antes más bien reducida a los círculos más cercanos de la familia y la amistad) hacia colectividades más amplias y diversas. El origen primario de los derechos humanos fue la expansión de los sentimientos humanitarios y ello creó una suerte de “comunidad imaginada”, conformada de iguales y basada en el trato recíproco compasivo. Hasta no hace mucho, los derechos humanos no parecían compatibles con el odio, el rencor, la ausencia de compasión y de clemencia, lamentablemente encarnados hoy día en el concepto “ni olvido ni perdón”.
Mi posgrado versó sobre pensadores de la Ilustración que me imprimieron una huella intelectual importante. Pero en el caso de Cesare Beccaria y su obra “De los delitos y las penas”, lo relevante fue su impacto emocional y transformador. Él nació en un mundo en que perduraban las más abyectas conductas humanas, especialmente en relación al tratamiento punitivo al cual los gobiernos podían someter a sus súbditos. Los castigos, por muerte en la rueda, torturas varias, mutilaciones, hogueras y decapitaciones eran, a mayor abundamiento, espectáculos públicos de regocijo e iban acompañados de celebraciones y festividades que reunían a miles de personas que reían y gritaban en orgías de alcohol y libertinaje. En cambio, las bases del castigo en la modernidad, primero expuestas por Beccaria, señalan que no son los jueces, conforme a sus propias inclinaciones, quienes pueden arbitrariamente imponer castigos, sino que deben ser establecidos por la ley, la cual debe ser anterior e igual para todos. El objetivo del castigo, que siempre debe ser el menor posible, no es la venganza, sino solo proteger a la sociedad impidiendo la reincidencia; y actuar como un disuasivo para los demás.
¿Cómo entender estos principios en la actual discusión sobre una ley humanitaria, y cómo se aplican los indultos a los militares presos en Punta Peuco? ¿Es legítimo excluir a enfermos graves o terminales, de avanzada edad y varios con demencia, o merecen una muerte digna al igual que otros reos? Si creemos en la empatía, hay que comprender el rencor de sus víctimas; y si yo tuviera un hijo desaparecido, no descarto la posibilidad de que pediría las penas del infierno contra los perpetradores de ese crimen. Pero esa, precisamente esa, es la razón por la cual las víctimas no pueden ser jueces ni determinar los castigos. Está claro que ninguno de estos presos tiene la menor posibilidad de reincidir. Y el mejor disuasivo es no apelar nunca más a la legitimidad de la violencia o a la vía armada, defender las instituciones democráticas y para no caer en la ley del más fuerte, porque este casi nunca es el mejor.
El castigo cruel degrada a quien lo impone, a quien lo sufre y a quien lo goza y lo celebra; y termina con la benevolencia y con la facultad de ponerse en el lugar del otro, así sea un criminal. Ello abre nuevamente la puerta a formas de barbarie.