Lo que de verdad nos ha sorprendido en estos días de pandemia global no es la fragilidad humana (que nuestra modernidad se ha empeñado a veces en ocultar), sino la vulnerabilidad extrema de este mundo globalizado en que nos sentíamos a resguardo de grandes catástrofes. Nos dimos cuenta de que la inmunidad del sistema político y económico era muy feble, que el tan mentado “orden internacional” no era tal y que son más fuertes las fronteras que la solidaridad entre los países, que como piratas se roban entre sí ventiladores mecánicos y mascarillas. Si hoy día un virus puso en jaque nuestro mundo y mostró la peor cara de las grandes potencias, ¿qué pasará cuando nos golpee la falta de agua, un problema que, además, no se soluciona, como el virus, con una vacuna?
Los mismos incompetentes y dementes que, en vez de escuchar las advertencias del mundo científico sobre probables pandemias (hay un informe de 2018), prefirieron archivarlas porque no era funcional a sus agendas cortas, hoy invisibilizarán aún más el cambio climático. Las masas de cesantes que vagarán por las calles una vez que pase la pandemia clamarán por trabajo, no por reducir la emisión de CO2. Lo que hemos vivido en estas semanas de terror y perplejidad es solo un adelanto de lo que nos espera en el futuro, con crisis probablemente más duras que esta. En tiempos en que la realidad supera a la ficción, incluso a la ciencia ficción y a veces a la literatura fantástica, no me sorprendería que la “guerra del agua” sea más que un invento de geniales guionistas o escritores, si seguimos en manos de presidentes bufonescos, de “superhombres” de papel, como los que hoy gobiernan el mundo. De los pocos que salvo de esta crítica es a Angela Merkel que, para desgracia de todos, va a jubilarse de la política.
¿Seguiremos en manos de estos “líderes” con un nivel de conciencia bajísimo, algunos de los cuales creen que gobernar se reduce a tuitear? En el “Alcibíades”, de Platón, Sócrates plantea que para gobernar a otros hay que partir por gobernarse a sí mismo. Ese cuidado de sí mismo implica el coraje de autoconocerse, de descubrir las propias sombras y así evitar proyectarlas en otros. Para estos “superhombres” con pies de barro que nos gobiernan, en cambio, siempre el enemigo está afuera, nunca adentro.
Pero, para que ellos llegaran al poder, tuvieron que ser votados por una masa compuesta por lo que Nietzsche llamaba “últimos hombres”. ¿Quiénes son los últimos hombres? “¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará ya a luz a ninguna estrella (...) La tierra se ha vuelto pequeña y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible como el pulgón, el último hombre es el que más tiempo vive. La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud”. ¿No nos sentimos reflejados un poco en esa feroz caricatura? Al último hombre no le gusta hacerse preguntas. Solo quiere confort y buena salud: comodidades, no inquietudes ni anhelos. El último hombre está “presente/ausente” —como dijo Heráclito—, se conforma con lo que lee en las redes sociales, se deja hechizar por consignas populistas de todo signo (de derecha o izquierda).
Nuestro mundo se ha vuelto más vulnerable porque hemos elegido líderes que ofrecen respuestas simplistas a problemas muy complejos, y una seguridad que calma nuestras paranoias y miedos más atávicos, que brotan con más fuerza en un mundo de incertidumbres como este. Para cambiar eso, somos los ciudadanos los que debemos evolucionar, salir de nuestras cómodas cavernas y dar a luz una “nueva estrella” que, según Nietzsche, el último hombre ya no puede crear. Esa nueva estrella está en nuestro interior, en nuestro “autós”, el “sí mismo” de los estoicos griegos. Es urgente ir a buscarla, como peregrinos sedientos que buscan un pozo en el desierto. Porque el desierto avanza... y “¡ay del que en su alma alberga desiertos!”. Otra vez Nietzsche.