La peste del momento ha perfilado todavía más un rasgo acusado de la política mundial contemporánea: el desplazamiento desde un orden centrado en las grandes democracias desarrolladas, limando o desplazando los furores ideológicos del siglo XX, a uno que repite características del mundo de antes de 1914, la competencia desnuda entre las grandes potencias y algunas emergentes, desprovista de todo proyecto de un orden universal de civilización que no sea pura hegemonía o “egoísmo sagrado”, como se decía antes de la Primera Guerra Mundial.
El mismo EE.UU. ha dado pasos en este sentido, ya antes de Trump. Entre los años 1990 y la primera década del siglo XXI se produjo una regresión en la política norteamericana general —no es solo asunto del Departamento de Estado— hacia una actitud más aislacionista, ya sea autoenclaustrada o nacionalista, que tiene varias caras. Bajo la actual administración esto ha sido una postura más desenfadada y provocativa, y solo hay débiles señales de que se podría revertir en una nueva administración de signo distinto.
El desafío de China por unos años parecía que podría derivar en el largo plazo a las ideas de concertación en la inmediata post Guerra Fría. Brincó de manera extraordinaria en el desarrollo económico y social, que hace que nos llame más la atención el que del antiguo Tercer Mundo solo existan esos procesos en parte del mundo confuciano. Desde 1978, Deng arrojó por la borda al sistema comunista (conservando el apelativo por razones de legitimidad), transformándolo en autoritarismo con economía de mercado y la libertad de movimiento que implica, y asumió el nacionalismo de los derrotados de la guerra civil en 1949. Mientras no ha habido democracia real que no tenga como rasgo acentuado una economía de mercado, por sí misma esta no conduce necesariamente a una democracia.
El nacionalismo comenzó a empapar al mundo político chino mientras emergía hasta llegar a ser la segunda economía del mundo y exhibía su rostro de poderío militar y un polo estratégico de competencia. Hasta la segunda década del XXI esto no se revelaba como un desafío global todavía. El crecimiento de su ostentación de poder era incremental, no gesto de sopetón. Ello cambió en 2013 con Xi Jinping, que puso énfasis en un desafío al sistema internacional contemporáneo encabezado por EE.UU. Con todo, está centrado no en fomentar conflictos armados, sino en un duelo político-económico por posiciones. Y, al revés de lo que hubo entre las dos guerras mundiales, o sobre todo durante la Guerra Fría, no es en nombre de una ideología universal, sino que por una simple competencia temeraria entre potencias y por un “puesto bajo el sol”, con el envanecimiento resbaladizo que conlleva.
Lo que hay que destacar, a contrapelo, es que el increíble progreso chino no puede deberse al puro saqueo —rara vez ha sido así en la historia— y que los chinos de hoy, como personas, gozan de la mayor seguridad política y bienestar material de toda su historia milenaria. Al interior de la sociedad china no reina solamente un impulso de ciego nacionalismo; se despliegan también muchas sensibilidades, y no es imposible que en las décadas siguientes exista una convergencia con las democracias desarrolladas, si estas a su vez no desmayan. Lo que sí por ahora lleva la delantera es la aspiración a transformarse en un poder que en lo “duro” y en lo “blando” se haga sentir a través del mundo, en impulso hegemónico demasiado conocido en la historia humana.
Se impone la pregunta de qué puede hacer nuestro Chile. No pesa en la balanza y al mismo tiempo la justa no le es indiferente. Lo último que debemos hacer es dar la hora.