Los futbolistas, como el tiempo sobra y porque entrenar en casa no es lo mismo, se entregan a las redes digitales donde cuentan sus historias y de pronto un poco más, alguna infidencia, la anécdota guardada y la tendencia natural es que la lengua, más bien el teclado, se les vaya en banda.
Decenas de esos cuentos relatados por los protagonistas no significan nada y se diluyen como juegos de niños y tonterías insignificantes: la borrachera grupal, el empujón al entrenador, un altercado en el camarín, la huida de la concentración, un intercambio frustrado de camisetas o el entrevero con los compañeros por una derrota inesperada o un gol que no fue.
Las revelaciones desclasificadas se pierden como lágrimas en la lluvia, según lo que diría, hacia el final de su existencia, un androide tipo replicante.
Esas son historias sin periodismo incorporado, carentes de clima, contexto y en bruto, sin las palabras apropiadas y el poder del relato enhebrado, que requiere color, por supuesto, hasta colorante, sin olvidar diseño, drama y espacio para la contraparte, cómo no, pues bien, todo eso que cuentan los jugadores, eso que vivieron, se esfuma sin pena y sin gloria.
Es cierto, algunas veces el futbolista enardecido y sin filtro, lanza la peor ofensa que se le viene a la cabeza, que por lo demás siempre ronda la flor de sus labios, cuando de periodismo deportivo se trata: ellos son los que dan de comer. ¿A quiénes? A todos: al relator encumbrado, al comentarista incansable y al reportero sacrificado. Al editor y a los del turno. Al enviado especial. Y al columnista, cómo no.
Pero los jugadores serían poca cosa sin el periodismo deportivo, porque el género les entrega una nutriente y abono que va más allá de sus posibilidades.
Se les da relato y si apuran la historia hacia el pasado, también mito y leyenda.
Se les otorga épica, incluso sabiduría a tanto jugador de cabeza chata y roma, pero seco para la pelota, y con eso basta y sobra para ser alguien en la vida, porque el periodismo deportivo otorga metáforas al cabezazo, soliloquio al penal, versos al tiro libre, configura narrativamente un córner, le da carga poética a una tapada de arquero y le canta loas al centro atrás.
Además no dejan que nada se pierda, ni siquiera los malos partidos y tampoco los malos jugadores, porque todos caben en la memoria y en el corazón de esa gente a la que le emociona y encanta el fútbol, porque los más enamorados, y que nadie lo dude, son los periodistas deportivos.
¿Quiénes los ven aparecer y desaparecer, y luego siguen su estela y las tantas camisetas y países por donde anduvieron?
¿Quiénes adornan y engalanan sus carreras?
¿Quiénes los admiran, comprenden, perdonan y a veces los quieren?
¿Quién les dan, a duras penas, porque todo cuesta: lirismo y epopeya, por el solo hecho de jugar a la pelota?
¿Quiénes les escriben después de muertos?
Nosotros: los que comemos gracias a ustedes.