Ocho días después, ante la provocación de Tomás y con un realismo inaudito, Jesús nuevamente se hace presente en medio de sus discípulos e interpela a Tomás para que toque sus llagas y crea. De ahí en adelante, los apóstoles transitan del temor a la esperanza, del encierro a la donación de la vida hasta el martirio.
El relato resulta particularmente provocador y actual. Hace ochos días que ha acontecido la Pascua y seguimos encerrados. La pandemia nos mantiene en una cuarentena prolongada que no nos permite salir y que nos suscita inseguridad y perplejidad sobre el futuro. Muchos incluso se plantean su fe y la presencia de Dios en toda esta historia.
¿Qué nos dice el Señor a los Tomás, a los Pedros, a los Santiagos, a los discípulos de hoy?
Lo primero que me viene a la mente es que el Señor nos trae la paz a nuestras casas y a nuestros corazones, ayudándonos a experimentar que la gran tribulación producida por el coronavirus es una oportunidad para ver al resucitado y experimentar que es Él quien llena nuestro corazón y le da el verdadero sentido a la vida. Él viene a nuestro encuentro en el encierro, nos da su paz y nos provoca a anunciarla.
Pero también, paradojalmente, la presencia del resucitado nos interpela porque se hace visible y reconocible, no con signos de triunfo ni aspavientos espectaculares, sino en sus ‘impopulares' llagas, en el “éxito” de su cruz. Visibilizar los signos de su gran dolor y de su muerte, transformados por la Pascua, son un modo por el que Jesús da a conocer su resurrección. Los signos de su pasión se convierten en huellas de su Pascua y anticipo de la promesa, indicándonos que todo dolor en Cristo resucitado adquiere nuevo sentido. Lo que era escándalo para los apóstoles se convierte en la causa de su alegría. Tomás magistralmente lo expresó así en su profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”.
Las llagas, a la luz de la fe pospascual, son un incómodo signo de la presencia de Dios. Y digo incómodo porque en nuestra cultura nadie quiere ver las llagas, porque las escondemos, porque nos avergüenzan, porque nos molestan. Hoy, las llagas son “impopulares”, la debilidad se tapa, la cruz se rechaza, los sufrientes se invisibilizan y la “vida entretenida” resulta ser el único paradigma con carta de ciudadanía. Pero el Evangelio es claro: Cristo fue reconocido por sus llagas.
Y esto nos lleva impetuosamente al hoy de la historia. Si queremos ser una auténtica Iglesia pascual, debemos ir al encuentro de los llagados y reconocer en ellos el rostro de Cristo. Y hemos de ir con el bálsamo de la misericordia, de la cercanía y de la compasión. Así haremos que sus llagas de dolor se conviertan en signos de esperanza.
En “modo” pandemia, los Cristos llagados de hoy nos hablan en los enfermos, particularmente los de coronavirus; también en sus familias que los sufren, en los cesantes que tristemente aumentan entre nosotros, en los que viven progresivamente el hambre y empiezan a clamar con más fuerza por un plato de comida, en los mendigos de la calle, en los presos, en los solos y abandonados, en los migrantes lejos de su tierra, etc. Todos ellos quieren recibir el anuncio de la buena noticia de Cristo resucitado y esperan de nosotros ser reconocidos en sus llagas, ser “misericordiados”, ser cobijados por el amor de Dios para que también sus llagas transiten a la Pascua.
En este día de la Divina Misericordia, recordemos una vez más que el amor de Dios se hace historia viva cuando lo ponemos en práctica viviendo las obras de misericordia, haciendo transitar a los “llagados” del dolor a la Pascua. Y, como le aconteció a Tomás, serán esas mismas llagas las que nos harán profesar una renovada fe.
Feliz Domingo de la Divina Misericordia.
“De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
(Jn. 20,19-31)