El viernes comenzó a regir la norma que nos impedirá comparecer en público a rostro descubierto. Desde ahora en adelante y por mucho tiempo —años quizás—, tendremos que usar mascarillas para casi todo.
Nuestra cara dejará de ser lo que ha sido. Alguna gente tendrá que demostrar, ahora sí, que “es más que una cara bonita”. No es mi problema, menos mal.
¿Cómo cambiará la sociedad, el mundo, ahora que ya no tendremos rostro y todos seremos máscaras? ¿Se instalará una especie de igualdad por la mascarilla o comenzarán a aparecer las de marca Gucci o Boss? Si nuestra cara visible ya no será de piel, ¿pasará a ser de tela o se permitirán otros materiales? ¿Se llenará de caras de palo o de lata o de otros tipos?
Más allá de eso, mi temor es que nos convirtamos en una sociedad de descarados.
Al no tener cara, ¿tampoco tendremos vergüenza?
Una vez estando yo en el colegio abrí la puerta de un baño. Sentado en el wc estaba un profesor, que olvidó ponerle pestillo a la puerta. Nunca olvidaré sus ojos de estupor. Pero en vez de usar sus manos para cubrirse sus partes comprometedoras, las utilizó para taparse la cara. Ahí aprendí la conexión entre rostro y vergüenza. La vergüenza lleva la sangre a las mejillas. Por algo será.
Con mascarilla nos sentimos inmunes al virus, pero también nos sentimos impunes.
La muestra epifánica de lo que digo es el incidente de esta semana en el Jumbo, en que un tipo funó a otro grabando en video cómo lo increpaba por no usar mascarilla. El funador sintió que la mascarilla era más bien una máscara de superhéroe de cómic, que le daba poderes y lo escudaba. Drogado en adrenalina disparó su cámara contra el rubicundo comprador “desenmascarado”, que quedó desnudo en su torpeza delante de todo el país.
Como lo dije en la semana en mi cuenta de Instagram, ese episodio mostró que las crisis no solo sacan lo mejor y lo peor de los seres humanos; también pueden sacar al mismo tiempo lo peor y lo peor.
Es que este es todo mi punto. El coronavirus ha llegado a nosotros como una especie de justiciero sobrenatural. Algunos piadosos podrán pensar que se trata del mismísimo Juicio Final, en versión dos-punto-cero, donde la forma en que actuemos durante esta crisis definirá nuestra reputación para la eternidad.
Piensen en Boris Johnson. Se tomó a la chacota al coronavirus, prefirió en un comienzo hacer como si nada, “business as usual”, y miren cómo terminó, debatiéndose entre la vida y la muerte y dando las gracias en público a dos enfermeros inmigrantes que lo cuidaron día y noche sin guardarle rencores por el Brexit.
Por eso digo, ¡ay de los que no tienen temor del coronavirus!, ¡ay de los que se aprovechan de él para hacer cálculos mezquinos o sacar provecho o hacerse los lindos!
Temo, por ejemplo, por los jóvenes que no respetan las cuarentenas; se decían tan solidarios en la época del “estallido social”… y ahora son el grupo que menos piensa en el resto. Temo por los que están utilizando las ayudas económicas que está generando el Gobierno sin necesitarlas. Temo por los que están acaparando.
Temo, en síntesis, por los que se aprovechan del pánico. Son unos descarados. Y me temo que el coronavirus irá por ellos.