En una de sus cartas, Séneca se queja del ruido de la ciudad. Está estudiando e intenta escribir lo que tiene que escribir, pero el piso donde se encuentra posee mal aislamiento y se filtran los sonidos del exterior. En los momentos en que la mente intenta fraguar un pensamiento y este no cuaja, una experiencia frecuente entre quienes se dedican a eso que se llama el trabajo intelectual, ese vacío convierte a esa misma mente en un receptor muy sensible a todos los estímulos que merodean en torno a ese foco, estímulos que parecen conjurarse para impedir que ella cumpla la tarea en que se halla empeñada. En vez de aceptar su propio vacío e inmovilidad como el hecho fundamental, se vuelca irritada hacia cualquier signo de vida circundante que emerge así como una interrupción inoportuna.
El crujir de la maquinaria que provee de agua caliente a un establecimiento de baños vecino pone al filósofo romano los nervios de punta; el rozar de las ruedas de los carros matutinos que se trasladan por las calles le recuerda cómo las horas avanzan sin que su labor mental halle una vía de salida. Séneca explica que nada es más perturbador en estos angustiosos trances que el sonido de la palabra humana. En un cuarto vecino un matrimonio discute o conversa —en la Roma imperial existían edificios de departamentos y matrimonios— acerca de la irresponsabilidad de sus jóvenes hijos, y meditan quejumbrosos acerca del debilitamiento de la autoridad paterna, añorando viejos tiempos. Séneca lucha contra esas palabras invasoras que, piensa, le cierran el paso a sus propias palabras, de las cuales cree encontrarse preñado, pero que demoran en salir. Esa es una de las experiencias más radicales del ruido, cuando el “logos” personal se hace presente como discapacidad, mientras el “logos” ajeno fluye torrentoso, ágil, despreocupado aunque huero, como una nuez que al momento de cascarse resulta seca y azumagada.
La búsqueda del silencio es un tópico en la historia del pensamiento. Séneca fue quizás el primero que dejó constancia escrita de ese anhelo, porque tuvo la ocurrencia de referirse a la génesis del pensar, a sus trabas y escollos, y no simplemente puso por escrito lo pensado. No creo que haya pensamiento verdadero —que se aproxime al límite de lo que se yergue ante sí como algo digno de ser pensado— sin vivir de modo recurrente este pasaje, esta “pascua”, esta suerte de suspensión tartamudeante entre el vacío interior y el ruido exterior.
El problema de Séneca, por llamarlo de algún modo, es pertinente hoy para nosotros porque solo puede aspirar a iluminar el camino de una comunidad la palabra germinada a partir de ese abandono.