Me dicen que el tiempo de guarda y cuarentena es una oportunidad para estudiarse a fondo y viajar al interior de uno mismo. Lo hice. Fue espantoso.
Me vi entre acantilados y húmedas y frías oscuridades.
Escuché un trémulo coro que me acusaba de inconsecuente y repetía cosas como voluble, vendido e inconstante, desleal e incoherente. Y podría seguir, pero lo hago y desciendo otro peldaño, cinco más y ya voy por los veinte, porque eso es lo otro: para encontrarme a mí mismo tengo que bajar y en ningún caso subir. Es un indicio.
Otro coro lejano lanza palabrotas con eco y ofensas furiosas, con términos que la decencia me impide escribir, pero su recuerdo aún me estremece.
No hay nada como el odio chileno y más si es político, porque siempre está fresco y lozano, se reconstituye con lo mínimo y nunca se extingue. Un virus coronado e incurable, donde sobran las recetas, pero nadie se cura. Y si me atrapa, ya tengo epitafio: “Nací y morí en un país sin remedio”.
Me aparto de mis pensamientos, continúo guarda abajo y voy con bufanda, para que no se note la mascarilla.
Me cruzo con una sombra y le pido el nombre. “Dante”, me dice, y me pregunta por la salida. Le digo que al fondo, a la derecha.
A veces salgo sin mascarilla, pero con bufanda.
Me topo con el facultativo Fernando Leanes, representante en Chile de la OMS (Organización Mundial de la Salud), que anda vagando sin mascarilla.
Paso frente a una fuente de agua y no puedo evitarlo, porque ando con jabón líquido en un recipiente colgado sobre el pecho, que es como un escapulario.
Si le hago caso a la Universidad china de Nankín, hasta tengo que dormir con mascarilla.
Ando con guantes, pero el virus puede infectar la piel o el guante, así que me calzo guantes sobre guantes y ando doblemente enguantado. He perdido sensibilidad con los años.
Si le hago caso a la Universidad sueca de Upsala, podría salir sin mascarilla.
Paso junto a un bidet y fue irresistible el impulso y con el chorrito me lavé las manos al revés, con ese jabón líquido que es mi dulce compañía. No recuerdo si cremoso tipo mandarina, gel dermo manzanilla o frutos rojos con avena y mango, pero dejemos lo superfluo atrás, sigamos con el viaje interior y la misión: conocerse a sí mismo.
De nuevo me cruzo con el representante de la OMS en Chile, estamos en otro nivel y círculo, y quizás por eso ahora anda con mascarilla. Y sigue vagando.
Voy hacia la profundidad, doblemente enguantado y a lugares nunca alumbrados, escucho caer de la pared negra un hilo de agua y me acerco y lavo las manos otra vez.
¿Irán 20 segundos? El conteo mental de segundos avanza más rápido, según mis cálculos, por lo que es preferible llegar hasta 40 y asegurarse. Después de los 40, me espero otros segundos, hasta unos 50, y recién ahí me detengo.
Juan Segura vivió muchos años, aunque Juan Segura igual se murió.
Las manos se me han ido arrugando, escamando y ya las tengo blanquecinas, con tanto lavado y jabón.
Desciendo un último peldaño, piso el círculo final y entonces descubro lo que desde niño sabía y que ahora temía: no hay nada.
Misión cumplida.