¿Recuerda, Madame? “Ahora que estamos solos,/ ahora que nadie nos ve,/ arrima la cafetera,/ la cafetera con el café./ Caféeee, caféeee,/ café con leché (sic), café,/ chocolate con ensaimada/ me gusta Usté, me gusta Usté”. Bueh… En los tiempos que corren, que oscilan, en vicioso y banal vaivén, entre libido y terror a morirse, arrimar la cafetera parece incomprensiblemente soso, pero era todo lo que las señoritas (esa especie extinguida) solían ofrecer, y punto.
Y ahora, cuando ya nada queda reservado para la intimidad, tomar café es algo que se hace, con todo desparpajo, a vista y presencia, sin picardía alguna. Pero, en fin, no nos quejaremos. Cierta vez, hace cincuenta años, nuestro profesor sueco nos decía, en Colchester, que envidiaba la abundancia de café que debía haber en Chile. Nosotros poníamos cara de sonrisa congelada sin atrevernos a desilusionarlo: por aquel entonces en Chile no se tomaba más que té y, de café, sólo había unos atroces polvos logrados con la molienda de ignotos ingredientes. A nadie se le ocurría ofrecer o tomar café sino en polvo, y se llegó a inventar una pieza de vajilla para la mesa, diseñada especialmente para introducir y disimular el tarro que lo contenía.
Pero no siempre fue así: nuestra progenitora no solo se imponía la tarea de darnos jugo de naranja y zanahoria mezcladas exprimiéndolas en unas servilletas que estrujaba la Desideria hasta ponerse morada, sino, además, filtraba el café con algo que, a nosotros, siempre nos pareció ser un calcetín pero que, el cielo nos perdone, era un filtro de género (la similitud era, sin embargo, inquietante; y no por nada se hablaba de un “café con gusto a calcetín”, aunque luego nos enteramos de que, en francés, también se hablaba de “eau de chaussette” para mentar el café aguachento). Y el abuelo de la Ruperta rebosaba de orgullo por poseer un alambique para destilar café que ponía cerca de sí, al almuerzo, a realizar su tarea gota a gota, bajo su ojo atento, mientras se despachaban los tres o cuatro platos.
Luego vino la década de 1960 que lo aventó todo y, junto con facilitar la vida doméstica con mil máquinas y artilugios, hizo retroceder la civilización y costumbres un par de siglos. Y entonces, para lo que antes se llamaba “el día del santo” y ahora, innoble y prosaicamente, “cumpleaños”, se ofrecía después de la comida un “café-café” en lugar del polvoroso bebedizo cotidiano. Hoy pondremos este “café-café” a un excelente uso, aprovechando la abundancia. Mire, vea.
Mousse MokaDerrita, a bañomaría, 120 gr de chocolate amargo. Hierva 100 ml de agua con 4 cdas de café molido fino. Haga la infusión 5 min. Cuélela, agregue 180 gr de azúcar. Agréguela al chocolate en el bañomaría. Añádale 5 yemas, batiendo bien. Cuando espese ligeramente, retírelo del fuego. Ya tibio, agregue 1 cda de coñac y las claras batidas a nieve. Vierta en pocillos. Refrigere varias horas.