Tal vez no es tan evidente, pero la pasión cinéfila es más que solo ver películas: también es desear verlas. Informarse sobre lo que viene, enterarse de los títulos que se manejan para los próximos festivales, los rodajes, los proyectos soñados de tus directores favoritos. Uno anticipa, sueña con esos filmes que aún no existen o que pronto llegarán a pantalla, y se imagina situado en un futuro en el que ese relato, esa quimera, se despliega por fin ante tus ojos.
Pues bien, hoy todo eso se encuentra suspendido, irresuelto y en veremos.
David Lynch tiene contrato con Netflix para una nueva miniserie, Scorsese completó la preproducción de “Killers of the Flower Moon”, Wes Anderson esperaba exhibir “The French Dispatch” en la próxima edición del Festival de Cannes. Nada de eso ocurrirá en el corto o mediano plazo. Ahora se entiende, de hecho, por qué Steven Spielberg abandonó a fines de febrero —súbitamente y sin explicaciones— el proyecto de “Indiana Jones 5”. Seguro que su “equipo de inteligencia” le aclaró que filmar en Londres a partir de mayo sería imposible. El director de “ET” se tomó las advertencias con más seriedad que Trump las suyas y cerró por fuera hasta nuevo aviso, contribuyendo de paso a una noción que hasta hace poco parecía inconcebible: un futuro sin películas.
La frase, por cierto, es engañosa. Claro que habrá estrenos en los próximos meses, aunque sean digitales (Netflix ya avisó que tiene material por lo menos hasta noviembre y estudios como Universal se abrieron a la posibilidad de exhibir sus títulos directo en
streaming con tal de amortizar por anticipado millonarias pérdidas); lo que se dañó —y de gravedad— fue otra cosa: el deseo del espectador, esa energía que la industria fílmica aumentó sin medida década tras década. De modo que en vez de deleitarse pensando en “lo que vendrá”, este de pronto se encuentra anclado a lo que “ya fue”. Rodeado de pasado, rodeado por las películas del pasado, y sin mucha idea de qué hacer con ellas. Puede que eso explique la compulsiva carrera en los medios y en las redes sociales en pos de hacer recomendaciones de filmes y series para estos días entre cuatro paredes, listas que —a su vez— han ido acumulándose interminablemente en nuestros perfiles, timelines y grupos de chats, hasta convertirse ellas mismas en challa y polución; como si lidiar con un siglo de material audiovisual nos resultara, de momento, una tarea inmanejable. Un mar de historias y estímulos que de puro inmenso nos paraliza en vez de invitarnos a explorar y perdernos en él.
Mi única conclusión al respecto: mejor no imponerse metas ambiciosas. Ir de a poco. Evitar la sobredosis de pantalla. Atar cabos sueltos. Regresar a los clásicos, más por curiosidad y arbitrariedad que por obligación. Antes de cerrar la puerta, en casa íbamos acelerados y felices repasando uno a uno los filmes de Truffaut, pero después de sufrir a fondo mirando “La sirena del Mississippi” (1969), simplemente tuvimos que parar. Demasiada intensidad. Por el contrario, hay días en que me he sorprendido merodeando sin rumbo fijo por YouTube, haciendo clic en un concierto por aquí, en un documental por acá, o visionando varios videos seguidos del hilarante “Te lo resumo así nomás”, un canal de ensayos audiovisuales creado por el platense Jorge Pinarello, quien capítulo a capítulo (lleva unos 400) ha ido transformándose en uno de los críticos más perceptivos, divertidos y torrenciales del continente. Aunque no les hace el quite a grandes películas y directores, Pinarello se siente más cómodo festinando absurdos, miserias, lugares comunes y desmesuras del cine actual, pero también dejando espacio para los filmes y series de ayer y anteayer —su ensayo sobre la decadencia de “Los Simpson” debe estar, por lejos, entre lo mejor que haya visto en estos accidentados meses—, reclamando para sí algo que los espectadores de hoy, atrapados por la anticipación, los
trailers y la cultura del
coming soon, olvidamos sin cesar. Que la historia de la imagen siempre se escribe hacia atrás; que, cuarentenas más cuarentenas menos, el pasado (y lo que habita en su interior) no es necesariamente una cárcel, sino una suerte de hogar al que tarde o temprano regresas antes de volver a partir.