En la extraña quietud de la noche, los jardines del barrio penetran, húmedos y fragantes, por las ventanas abiertas de par en par. Desde el encierro puedo escudriñar, como nunca pude antes, las escenas del vecindario, escuchar conversaciones lejanas, a veces dulces, otras enardecidas. Ahora sé quién toca el piano, dónde están los niños y en qué se divierten, quiénes cantan en familia, quiénes beben y vociferan, quiénes aman desesperadamente a la distancia. Pienso en antiguas ciudades sitiadas por un enemigo invisible, acechando al pie de los bastiones, que rogamos resistan la embestida, mientras medimos los víveres y la paciencia.
En este retiro involuntario a que me veo sometido por circunstancias tan primitivas y humanas, encierro que me hace representar en solitario monólogo los destinos improbables de mi vida y en edades desconocidas, todas vagas nostalgias de mí mismo, me vuelvo a encontrar, después de muchos años, palmo a palmo, tranco a tranco, con mi propia morada. Distinto del tráfago cotidiano en el seno de la gran ciudad, en que el hogar es el refugio de la calle y viceversa, largas horas de recogimiento y silencio bucólico me han hecho recorrer, con la mirada primero y luego con las manos y el cuerpo entero, cada luz y cada sombra interior, cada rincón del piso, cada ángulo de cada muro, cada cornisa y moldura, cada herraje, cada vértice de mueble, cada puntada de tapiz, cada marco de cuadro, cada objeto precioso con su anécdota, el lomo de cada libro. ¡Libros! Qué universo insondable acumulé en este trecho de vida. Los libros son la única locura que la civilización perdona. Conviven con nuestro paisaje interior como un espejo de papel, en una aparente inercia mientras nuestra curiosidad no los remezca y su cantar nos embruje. Son cientos y cientos. Los he desempolvado y hojeado, redescubriendo sellos y dedicatorias, flores disecadas y fotografías extraviadas, reencantándome con el recuerdo de su potencia, del placer provocado y también, en tantos casos, renovando la esperanza de su lectura y liberándome de la inesperada prisión.
¿No es esta acaso la mítica “torre de marfil” de las escuelas medievales que representaban la sacralidad del pensamiento abstracto, lejos del ruido mundano y cercano a la gloria celestial, evocando en su arquitectura de piedra aquellas intrincadas tallas orientales de microcosmos contenidos y encajados uno dentro de otro en colmillos de elefantes?