Las ciudades se vacían, nos encerramos en nuestros domicilios, cortamos los vínculos con el afuera, levantamos los puentes levadizos. ¿Estamos ante una Nueva Edad Media, en que las fortalezas no serán los castillos, sino nuestras propias casas? Acuartelados en el hogar, miramos a nuestra fuerte y trepidante modernidad global de rodillas ante la pandemia. ¿Se acaba un mundo, comienza otro ante nuestros ojos, se cerrarán las fronteras y se levantarán nuevas? ¿Se acabarán los abrazos? ¿Se instalará la sospecha, la desconfianza al otro o comprenderemos, por fin, que no somos islas? ¿Volveremos a leer el viejo poema de John Donne, poeta metafísico inglés del siglo XVII, “Por quién doblan las campanas”? ¿Lo convertiremos en el himno de una nueva y mejor globalización, ya no solo financiera, sino humana, de conciencias? “Nadie es una isla completa en sí mismo/ cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra/ si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida (...) La muerte de cualquier hombre me disminuye (...) por eso, no preguntes por quién doblan las campanas, porque doblan por ti”. ¿Releerán este poema en Inglaterra y entre los aplausos que todas las noches se escuchan en los balcones de Roma, México DF, Madrid, Nueva York, Buenos Aires, Quito, Santiago y tantas otras?
¿Nos convertiremos en islas aterradas después de esta peste o en archipiélago, un mismo planeta conectado a sí mismo, a su propia alma, en medio de la inmensidad? ¿Los chinos volverán a leer a Lao-Tse (su tesoro más inmenso) y entenderán por fin que la fragilidad es la fuerza? ¿Y los norteamericanos, a la sutil y misteriosa Dickinson, que nos enseñó desde su encierro permanente en su pieza en Amherst los meandros misteriosos de la soledad sonora, el valor de lo inútil? ¿Los franceses olvidarán por un rato a Descartes y regresarán a su Montaigne, que mientras huía de la peste y la guerra civil en el siglo XVI, encerrado en su castillo aprendía a observarse a sí mismo y descubría que filosofar es aprender a morir? ¿Los chilenos se darán cuenta de que lo mejor que tenían eran sus poetas y que poéticamente habita el hombre sobre la tierra? ¿Los italianos entenderán, con Dante, que solo después de descender al infierno se puede subir al Paraíso? ¿Seremos más delicados y más fuertes después de esta prueba, abrazaremos los árboles, leeremos un poema al comenzar cada día? ¿Entenderemos, con T. S. Eliot, que “lo esencial de toda exploración será volver al propio jardín y ver las cosas por primera vez”? No sé… Ya no hay ciudades, ni barrios, ni países, solo domicilios. Solo nosotros con nosotros mismos y nuestros más próximos, sintiendo afuera un silencio que da miedo pero también esperanza.
Escucho otra vez a mi amigo el grillo cantar... ¿Se acaba un mundo, comienza otro o todo cambia para que nada cambie? La luna está más cerca de la tierra esta noche —me dicen—. A esta hora escucho aplausos a los héroes de mañana... Alguien está muriendo... Nunca la luna estuvo tan cerca, ¿pero cuándo nos acercaremos de nuevo otra vez a la Tierra, cuándo dejaremos de ser astronautas en nuestro propio jardín, cuánto nos falta para regresar? Nos encerramos en nuestros domicilios, cortamos los vínculos con el afuera: después de esto, ¿proliferarán los fabricantes de muros o los de puentes? La epidemia avanza... una anciana enferma y sola se salva esta noche por el amor. Un niño piensa en ella. ¿Se acabarán los abrazos? ¿O cuando volvamos a salir afuera haremos una multitudinaria, orgásmica abrazoterapia? ¡No lo sé... no lo sé...! Nadie sabe nada… Solo queda mirar el cielo.
A lo lejos, alguien canta una canción a la luna, muy antigua, una canción que nos acuna en medio del desamparo. ¿Regresaremos por fin (como Ulises lo hizo) a la Tierra, nuestra Itaca? ¿Por qué no? Escucho doblar las campanas… es John Donne de nuevo que alza su voz, mientras lloramos a nuestros muertos, pero no solo a los nuestros: ¡no somos islas!