No sé si esto es algo que me pasa solo a mí o si le ocurre a todo el mundo. Hay conductas y actitudes que antes dejaba pasar con indiferencia, o que no me alcanzaban a irritar la piel, pero que en los tiempos que estamos viviendo me tienen francamente hastiado. La lista podría ser más larga, pero aquí van algunas.
Estoy harto de las bravatas y las querellas. De las palabras duras; de las amenazas. Es el momento de ser magnánimos, incluso con los descarriados; de buscar puntos de encuentro y no enzarzarse en pleitos de donde todos salen embarrados; de morderse la lengua y seleccionar palabras que no hieran. Somos millones los que estamos mirando. No somos ni ignorantes ni descriteriados. Déjennos hacernos nuestro propio juicio. Identificamos perfectamente a quienes están echando agua a su propio molino. No necesitamos que nadie los señale con un dedo acusador. Es botar energía.
Estoy harto de los que están siempre empeñados en tener razón. Incluso ahora, cuando no es pecado ni venial estar perplejos. De los que se esfuerzan en probar que todo lo previeron, todo lo pensaron, todo lo planearon.
Estoy harto de los que se pasean por los canales de TV denunciando la improvisación. Perdón, ¿pero dónde está la falta?; ¿quién no está improvisando ante una catástrofe de esta índole? Es más: son preferibles los que ensayan, aunque yerren, que los que están por llevarnos al matadero con tal de no salirse del guion.
Estoy harto de los que sienten ser soldados de una guerra que viene de tiempos inmemoriales y que nos acompañará hasta el fin de los días. Que actúan en función de propinar una derrota a sus viejos adversarios y sorber el fugaz placer de la victoria, no en función de cuán necesario es actuar aquí y ahora ante la emergencia. Para ellos, lastimosamente, de pronto es más importante seguir con la guerra entre nosotros que unirse contra el virus.
Estoy harto de los que son incapaces de dejar una factura o una cuenta sin cobrar. De los que no pueden dejar la oportunidad de pegarle una repasada a antiguos adversarios. A ellos les rogaría que dejen ir; que otorguen un armisticio unilateral, un perdonazo. Hay disputas y polémicas que a la luz de lo que está pasando en Chile y el mundo parecen de otra galaxia. Volver a ellas una y otra vez no solo es dañino: es patético. Hay que tener sentido de las proporciones y no gastar pólvora en gallinazos.
Estoy harto de los que insisten en encarar los problemas de hoy con los paradigmas de ayer. Los que en lugar de buscar la mejor manera de hacer frente a la pandemia siguen obsesionados en no dejar que crezca demasiado el Estado; o en el otro extremo, los que en lugar de concentrarse en convocar a todas las fuerzas disponibles para esta tarea titánica están enfocados en cómo aprovechar la emergencia para hacer avanzar una agenda impermeable a las sorpresas de la historia.
Estoy harto de los que hacen de la sospecha un mecanismo de autoafirmación y de la desconfianza un factor de identidad. Estamos muy distantes de contar con autoridades perfectas. En ningún ámbito, incluyendo por cierto la cabeza del Estado. Ya tendremos la ocasión de juzgarlas. De condenarlas si nos place. Pero por ahora tenemos que obedecerlas, y cuando haya que criticar —lo que hay que hacer, porque estamos en una democracia y porque es así como se aprende y corrige—, hay que hacerlo sin minar su potestad. Si nuestras instituciones se desploman, nos vamos todos al carajo. Pongamos en hibernación a los “haters” que todos tenemos dentro. Por este tiempo al menos.
Estoy harto con eso y mucho más. Pero tomaré mi propia medicina y me morderé la lengua.
Eugenio Tironi