La liturgia nos regala el texto de la resurrección de Lázaro que, digámoslo ya, más que resurrección se trata de una reanimación, pues el pobre Lázaro más adelante volvió a morir. Pero San Juan se aprovecha de este milagro del Señor para ponernos frente a uno de los temas más desafiantes y complejos que siempre ha acompañado al hombre: la muerte. Un tema y un hecho que se han manifestado de manera brutal en estas semanas en todo el mundo a raíz del coronavirus.
El relato bíblico primero presenta el reproche de Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí…”. Es el reclamo que surge del dolor y de la rabia, y tal vez sea también nuestra primera reacción ante la muerte: Dios la podría haber evitado y, sin embargo, no lo hizo. Y pensamos que si hubiésemos rezado más o mejor, o hecho más sacrificios, tal vez ahí sí nos hubiera escuchado. Pareciera que la vida depende de una arbitrariedad de Dios y pensamos que tal vez lo enojamos o está ocupado en otra cosa… Con esta actitud y pensamientos no hacemos otra cosa que arrinconar a Dios y colocarlo en el lugar de un juez a quien hay que contentar de alguna forma. Claramente este no es el Dios cristiano. Frente a esto, solo cabe decir que Cristo no vino para que los enfermos sanaran ni para que los muertos fueran reanimados. La propuesta de Cristo es mucho más contundente. Y en ella queda claro que la vida no consiste en prolongar la vejez hacia un infinito. Esto no tiene sentido. Él ofrece mucho más.
En el texto también leemos otra reacción de Marta, que también es muy nuestra: “sé que resucitará en el último día…”. Seguramente Marta, como muchos de nosotros, estaba pensando en unos miles de millones de años más. No me cabe duda de que eso no la consuela. Tenemos esa imagen de una resurrección al final de todo, y seguro son palabras que más de una vez hemos repetido o escuchado en algún funeral. Algo parecido a: “no te preocupes, pasó a mejor vida, Dios se lo quiso llevar”. En verdad, eso tampoco nos consuela, pues lo que nosotros quisiéramos es tener un poco más de vida ahora junto a nuestros seres queridos.
Precisamente ahí está el desafío: más que a la muerte, debemos cuestionar a qué vida nos referimos.
Jesús presenta una realidad distinta respecto de la muerte, pero sobre todo respecto de la vida. “El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Yo soy la vida”. El Señor nos ofrece que vivamos, junto con nuestra vida biológica, una vida del Espíritu. La vida biológica, con sus propias leyes, está destinada a terminar, pero la vida en el Espíritu no se somete a la muerte ni la corrupción, sino que se prolonga en Dios. Esa vida comienza hoy y tenemos el desafío de cultivarla y hacerla crecer en nosotros. Esta es la propuesta del Señor: que todos tengamos esta vida nueva, verdadera, la que no se acaba.
Uno de los problemas que enfrentamos hoy, al hacerse patente y más cercana la muerte producto de la pandemia, es que como cultura hemos dedicado todo el esfuerzo por desarrollar y potenciar la vida biológica, pero en cuanto a la vida espiritual somos ignorantes e infantiles.
La ciencia y la tecnología tienen que hacer lo suyo para ayudarnos a vivir mejor y enfrentar de la mejor manera posible la pandemia. Pero esta realidad es también una oportunidad para que nos tomemos en serio la propuesta de Cristo y la vida nueva que él nos propone.
La vida material tiene sus limitaciones y complejidades. Sabemos que, por desgracia, muchos lamentarán la muerte de algún ser querido a consecuencia de este coronavirus. También que vamos a salir más pobres en lo material, producto de toda la crisis económica que se avecina.
Pero tenemos la oportunidad de salir transformados respecto de lo esencial: el sentido de la vida y las prioridades. Podemos salir renovados como humanidad, juntos, más preocupados los unos por los otros, con una vida interior fortalecida y con un sentido más trascendente de la vida. Salir de esto “humanizados”, que en definitiva significa “divinizados”. Que la muerte nos enseñe a mirar con otros ojos la vida.
“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”.(Jn. 11, 25-26)