El covid-19 pilló a la humanidad desprevenida. Tipos de coronavirus se conocen desde los años 60, pero ninguno se había acercado al daño causado por el engendro más reciente. Sin tratamiento ni vacuna, el hemisferio norte sufre las brutales consecuencias del embate, mientras en el sur comienzan a apretar los dientes. Miles de millones de dólares para programas fiscales que, todo indica, solo servirán para alimentar la fogata que calentará el crepúsculo de una fría noche de incierta duración. Enfermos y fallecidos en aumento, hospitales colapsados, economías paralizadas, gobiernos superados. ¿Dónde poner las esperanzas?
Como en toda enfermedad infectocontagiosa, la identificación de portadores es esencial para contener el contagio. Países que invirtieron temprano en esto, que sometieron a la población a programas de testeo masivos, han mostrado mejores resultados. El problema es que hacerlo no es fácil. Hasta hace poco, la detección del covid-19 implicaba tomarle una muestra al individuo, la que era luego enviada a un laboratorio para un análisis que tomaba entre cinco y siete horas. Así, la logística era compleja y con suerte la persona conocería el resultado en dos días, tiempo suficiente para extender el contagio.
Afortunadamente, la innovación en este ámbito ha sido formidable. Laboratorios en todo el mundo han invertido inmensas cantidades de recursos para mejorar el proceso. En Italia hoy se confecciona un test de resultados en una hora; en EE.UU. existen pruebas portátiles de 30 minutos; en Bélgica, otra de 15, y una surcoreana de 10 minutos. La masificación de estas alternativas, resultado en su vasta mayoría de la iniciativa privada, amplía las opciones de política y puede alterar el rumbo de la enfermedad.
Pero el resultado del test no es suficiente. Ante un caso positivo se requiere tratamiento. Acá también los avances han sido extraordinarios. Pruebas clínicas con al menos cuatro drogas son analizadas en todo el mundo. La biotecnología ha acelerado los procesos, la competencia por la patente ha multiplicado los esfuerzos científicos, mientras los estados han afinado la regulación para asegurar la colaboración y evitar que la burocracia ahogue el progreso.
¿Y la vacuna? La carrera está desatada. Se estima que más de 30 compañías trabajan a toda máquina, algunas incluso ya cuentan con pruebas en humanos. Este no solo ha sido el avance más rápido en alcanzar esta etapa en la historia, sino también está generando nueva tecnología para batallar contra futuras enfermedades. Por cierto, los mercados bursátiles han premiado los esfuerzos con aumentos en el valor de las respectivas acciones, un aliciente adicional en la búsqueda de una cura al gigantesco drama social.
Ante esta adversidad, apostar solo por el Estado sería un error garrafal. Este virus infame ha tensionado sus virtudes y desnudado sus falencias. Pero quien apueste por el bicho desconoce el instinto de sobrevivencia del humano. Un liderazgo que articule el esfuerzo público, los avances en la ciencia, la iniciativa privada y el poder de los mercados dará con el antídoto contra cualquier enfermedad.