Rosalía. Una vida tras el umbral es la primera novela de María Luisa Daigre, oriunda de Talca, con una larga trayectoria como poeta. Esto último no es un inconveniente, porque Daigre sabe sacar partido a su vocación inicial, de forma que su prosa presenta ocasionales arranques líricos, sin que ello haga desmerecer un texto ameno, en el que se notan el oficio y el cuidado. Para tratarse de una primera ficción, hay madurez, un lenguaje apropiado, un apego a la historia central que, en oportunidades, se va por las ramas, si bien la autora se maneja con comodidad en los hechos que expone.
“Desde que Rosalía era pequeña, a Elena, su madre, le pareció que sería distinta. Distinta de sus otras hijas, de ella misma y del resto de las mujeres que ella conocía, allá en la Isla Grande del Sur. A pesar de sus esfuerzos, no lograba entender a esta niña taciturna y un poco lejana”. Este es el comienzo y el fin de una trama sencilla, directa y poco complicada. La isla a la que alude el párrafo citado es Chiloé y ahí transcurren la infancia y la educación de la protagonista, en la segunda mitad del siglo pasado, y aunque Daigre evita dar fechas, está claro que el libro abarca a varias ascendencias, desde abuelos hasta padres e hijos. Al finalizar la educación media, la muchacha sale con un domingo siete: se niega a casarse con Pedro, hijo del compadre Roberto, en lo que sería una boda arreglada, pues sus intereses van por otros derroteros. Estudiará en la universidad y, para colmo de males, seguirá la carrera de medicina, entonces prácticamente vedada a quienes vestían con faldas.
El contraste entre Santiago y la provincia era —y tal vez sigue siendo— brutal, pero como Rosalía llega a la pensión de don Julio, chilote como ella, su situación es bastante amigable. En las clases se reencuentra con Javier, otro sureño con quien establece una relación entrañable, que de la amistad deriva al amor. Las mejores páginas de
Rosalía se encuentran en la descripción del choque entre la vida de la capital y la que se lleva en el lluvioso clima isleño, y sobre todo en los arduos esfuerzos de la heroína por convertirse en doctora, escogiendo la especialidad de cardiología, en una época en la que, como dijimos, la enseñanza superior resultaba casi inaccesible para quien no fuese varón. Si todo el volumen hubiera sido así, tendríamos una obra bucólica, simple, un respiro en medio de la marejada de violencia y sexo que inunda a la novelística actual. Lamentablemente, Daigre cae en el realismo mágico, en los hechizos, las apariciones, el ocultismo, las leyendas ancestrales, mezclando a seres mitológicos nativos con otros de origen tal vez escandinavo o de procedencia desconocida. Y esta parte, digamos, fantástica, ocupa más de la mitad de un relato que pudo haber sido logrado.
Puede parecer perverso reseñar
Intersecciones, de Daniela Pinto, luego de haber comentado un título tan benigno como el de Daigre. A ambas las separa una amplia brecha generacional, que se nota en el vocabulario, los temas, el idioma, por más que exhiban una atractiva dosis de talento. Pinto es deslenguada, urbana, muy moderna, ostenta un postgrado en literatura, ha publicado mucho, ha sido premiada y, hasta la fecha, su especialidad es el cuento.
Intersecciones se compone de nueve episodios breves, en algunos casos microcuentos; en otros, intrigas más desarrolladas, como la notable narración que da el nombre a este compendio.
“Llueve. En la televisión lo habían anunciado, pero, como desde hace muchos años no entiendo las porquerías que aparecen en las noticias, se me olvidó que llovería. Algunas ramas caen de los árboles estrepitosas y otras aparentemente silenciosas. Me detengo a escuchar los silencios porque ya no me queda más que hacer” es el principio de “Recados”, quizá la mejor pieza de este compendio. “Sagrada familia” expone un alejamiento matrimonial con crudeza y de modo áspero. “La condena” insiste en la miserable condición femenina de alguien que odia su cuerpo, se obsesiona comprando cremas, resiste el rechazo de quienes la miran con envidia y, alentada por su marido, un ingeniero, al parecer despreciable, acude a un especialista que le diagnostica cáncer mamario. Al concluir, Pinto remata el opresivo ambiente con las palabras: “Mi condena es sobrevivir”. La joven autora favorece la primera persona, presente en la casi totalidad de
Intersecciones y también el mundo de los arrabales o la sordidez de la clase media emergente. Así, tenemos un par de ejemplares recientes, de dos narradoras que vale la pena conocer.