Es a mitad de camino en sus memorias —mucho después de las hilarantes y alucinadas historias de su infancia y a unas cuantas páginas de narrar su polémica relación con el clan Farrow— que Woody Allen se toma un largo y en apariencia innecesario desvío para explicar cómo fue que de un día para otro, ya pasados los cuarenta, decidió convertirse en chef y tomar clases de alta cocina. Así, tal cual. Él, que llevaba décadas comiendo afuera y que apenas sabía operar el abrelatas, le encargó a su asistente que llamara a Jullia Child, la famosa cocinera de la TV, para que le recomendase un profesor.
Duró tres clases.
“Al final de cada sesión quedaba tan exhausto y agotado que apenas podía mantenerme en pie. Me sentía tan débil que ni podía comer lo que había cocinado. Siempre he sido un tipo atlético, alguien que en esa época podía jugar tenis por tres o cuatro horas sin cansarme. Pero la histeria y la tensión de cocinar me reventaron: me vi corriendo por la cocina, la pasta colgando de la silla, el pato incendiándose, la mano tiesa de tanto batir. A todo esto, ¿qué estoy batiendo?…”.
La anécdota no solo retrata a su arrebatado autor de cuerpo entero, sino que de alguna forma se arregla para resumir el propósito del libro entero: estos no son los recuerdos de un prócer ni de un genio, sino de un sujeto de ingenio y humor a flor de piel; alguien con la tenacidad de realizar medio centenar de películas a través de seis décadas, pero que también se deja llevar por sus impulsos y caprichos, acertando medio a medio y a veces despeñándose por el desfiladero. A la hora de escribir, de hacer dinero, de enamorarse y de ser.
Buena compañía
Siendo francos, nadie pensó que el libro fuera a salir tan luego, después que Ronan Farrow, el famoso hijo de Woody y Mia, tuviera un éxito rotundo al torpedear su publicación a principios de mes en nombre de su hermana Dylan y las víctimas del #MeToo, pero convenientemente olvidándose de la libertad de prensa y opinión (curioso, considerando que él mismo es un periodista celebrado por defenderlas); pero quizás más sorprendente aún es el
timing con que el texto arriba al mercado editorial, en un mundo y, especialmente, una Nueva York, atenazados por el coronavirus, fenómeno capaz de relegar al último lugar de la agenda los recuerdos de un viejo comediante cancelado por redes sociales que ni usa ni conoce.
Lo que, insólitamente, juega en favor de Woody: “A propósito de nada” (que debería llegar al español a principios de mayo, por Alianza Editorial) tiene la forma de un torrencial monólogo que, a las pocas páginas de iniciado, sumerge al lector en una suerte de burbuja que este puede reventar a elección —para enterarse de lo último sobre la cuarentena, cifras de contagio e instrucciones para la circulación restringida de personas—, pero que eventualmente vuelve a formarse en torno a uno, transportándolo a recuerdos emocionados, chistes al paso y situaciones tan ridículas como serias que ocurrieron en otra era, en otra sociedad y —así como va la cosa— en otra realidad. Doy fe de que, por lo mismo, ha sido una gran compañía en estos extraños días: ha estado a mi lado desde que Amazon publicó el
e-book el lunes a mediodía, llevándome desde el Brooklyn sin límites que Allen visualiza en sus días de infancia hasta el céntrico
penthouse del Upper East Side que el cineasta compró a principios de los años 70, a precio millonario, cumpliendo los sueños que el niño Allen Könisberg abrigaba frente a la pantalla, en decenas de comedias hollywoodenses repletas de personajes tan sofisticados como neuróticos. “Si me parezco a uno de mis personajes, sin duda es a Cecilia, la chica que se evadía mirando películas sin cesar, en ‘La Rosa Púrpura del Cairo'”, apunta en un momento, aunque poco antes ha dicho que se identifica con Blanche Dubois, la protagonista de “Un tranvía llamado deseo”: “No quiero realidad, quiero magia, dice Blanche, y, la verdad, siempre ha despreciado la realidad y deseado la magia. De chico traté de ser mago, pero al final descubrí que solo podía manipular naipes y monedas, no el universo”.
Si los episodios más divertidos y alegres son los del principio —la disparatada y cariñosa descripción de su familia resultará más que conocida a los que vieron “Annie Hall” y “Días de radio”—, el libro ciertamente cambia el tono cuando llega el momento de referirse a Mia Farrow, Soon-Yi y la caterva de escándalo que ha rodeado su vida pública por casi treinta años. Salvo su mujer —con la que lleva casado desde 1997—, nadie ligado al episodio queda muy bien parado, partiendo por él: “Al comenzar con Mia no fui capaz de ver las luces rojas, y estaban por todas partes”, comenta con la resignación de quien ya no puede volver atrás, ni a reparar errores, acallar rumores o enderezar mentiras ajenas. El ejercicio se prolonga por dos largos capítulos repletos de datos, declaraciones y exposición de hechos, que succionan buena parte de la energía que hasta ese momento alimentaban el relato, y de pronto uno se encuentra añorando personajes como Ruthie, la prima que de niño le transmitió su pasión por las películas; Jack Rollins, el agente que sin querer se transformó en su gran figura paterna, o el guionista Danny Simon, su primer socio creativo y el hombre que le transmitió su férreo decálogo de escritor, uno que aplica hasta el día presente. El efecto resultante es curioso y a la vez muy alleniano: en vez de obligarlas a emerger como figuras de carne y hueso, el gigantesco elenco de personas atrapadas en estas páginas deviene en criaturas muy cercanas a sus ficciones. Un desfile de gente excéntrica, apasionada, hipócrita, lunática, soñadora, alegre y determinada, frágil y despistada. Fieles hijas de la imaginación de un escritor obstinado en el trabajo, desconfiado de la inspiración y para quien los homenajes y los aplausos de ayer significan cero.
O dicho con el pesimismo que caracteriza al director de Manhattan: “incluso con las alabanzas más grandes, te puede dar herpes o artritis”. Y covid-19, podríamos agregar. Así como deja atrás sus películas en el momento mismo de su estreno, algo me dice que en medio de todo esto, Woody —notorio germófobo y alarmista— ya se olvidó totalmente del libro y, a sus 84 años, figura atrincherado en su pieza, tipeando aceleradamente en su vieja Olympia otra historia más. Una que le ayude a escapar de lo que está allá afuera, que le permita vislumbrar esa magia que siempre se le escapa.